Ruth Elias da pruebas de dominar a la perfección el sentido de la narración. Sabedora del dramatismo insuperable de los hechos que va relatando, los va dosificando. Lanzmann, en cuanto aparece en su relato por vez primera el nombre de Mengele, la interrumpe para preguntarle cómo era. Ella le mira y le dice que espere, que ya lo hará más tarde. Efectivamente, ocasión tendrá para explicarlo cuando los hechos narrados hagan ver al espectador lo notable de su calaña.
No veo forma de efectuar un comentario sobre “Las cuatro hermanas. 1.- El juramento de Hipócrates” (Claude Lanzmann, 2018), que pasó ayer por la Filmoteca: cualquiera que se haga será inevitablemente reductor. Conviene ver la larga e impresionante entrevista (90 minutos) que le hizo Lanzmann a Ruth Elias, milagrosa superviviente de Terezin y de Auschwitz, cuando andaba recogiendo material para su monumental “Shoah” (1985).
Rodada en una única localización, en la casa de la entrevistada en Israel, la cámara está quieta o se va aproximando en sucesivas tomas al rostro de Ruth Elias, quien, con un aplomo increíble, va relatando las dramáticas peripecias que tuvo que vivir desde que tenía, antes de la invasión de Checoslovaquia por los nazis, una vida previa totalmente desahogada.
Quien pueda conseguir y ver esta joya, última película elaborada por Lanzmann, coincidirá conmigo en que hay momentos de esa larga -pero pausada- narración difícilmente soportables, pero también enriquecedores humanamente.
Uno sería aquel en que Ruth relata su voluntaria separación de su familia a mitad de ese terrible recorrido forzado hacia destino desconocido: en sus ojos y gestos apreciamos que habla de un pensamiento que le ha atormentado todo el resto de su vida.
Otro: la lectura (de memoria) de la escueta, devastadora última carta que su padre pudo hacerle llegar.
Un último, que tampoco explicaré aquí, es un auténtico episodio de terror, que vuelve absolutamente ridículas todas esas imaginativas tonterías que pasan por un festival como el de Sitges. Basta decir que conoció a Mengele, y tuvo ocasión de departir con él varias veces, sufriendo sus decisiones.
Cuando ya se está en el climax de lo irrespirable, hay en la película un extraño corte, quedándonos por saber cómo pudo finalmente llegar a podernos contar lo que nos está contando. Es, supongo, para darnos un soplo (en realidad dos, diferentes) de esperanza final.
Hay entonces canciones y música interpretadas por ella misma.
La cámara está siempre enfocando a Ruth. Pero en escasos momentos, El montaje ofrece planos como éste, de un Lanzmann que teóricamente la está escuchando. Se nota que no son de ese mismo momento de tensión en el relato en el que están insertados (seguramente todo se rodó con una única cámara y obedecen a tomas de recurso posterior). Él aparece con una mirada fija, pero inexpresiva o, como en este caso, fumando, en plan guaperas, con un color oscuro de su piel que dirías ha estado esquiando o en una playa recientemente. Un tío curioso, este Lanzmann, realizador al que nadie le puede negar haber hecho los documentales más profundos sobre el holocausto, que hacen resultar efectistas casi todas las otras películas que sacan el tema
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