Lo que es la memoria…
Hay películas que recuerdas te gustaron de las que solo retienes una imagen y luego resulta que puede que sea porque esa imagen ha circulado mucho como fotografía por ahí.
Pese a su relativamente reciente restauración, no he vuelto a ver “La torre de los siete jorobados” (Edgar Neville, 1944) desde la primera vez que lo hice, perdida en la nebulosa de los tiempos, por la televisión.
Me dejó muy buena impresión, con ese más que misterioso Madrid subterráneo para dorar la píldora, que viene a apelar la imagen que cuelgo.
Pero si me gustó fue porque esa imagen enlazaba con la que me había formado al leer previamente la novela, a la sazón publicada en una especie de revista (¿era “Novelas y Cuentos”?) en un papel como de periódico, que había encontrado y comprado en la Feria del Libro Antiguo y de Ocasión porque estaba al alcance de mi economía, esto es, una o dos pesetas.
Pero con Emilio Carrere, personaje misterioso y bien peculiar (basta con leer la entrada que le dedica la wikipedia para confirmarlo) guardo yo otra curiosa relación personal, al margen de haberle leído ese relato.
Durante un periodo de la mili, a mis veintiún años recién cumplidos, estuve viviendo en Madrid. Lo hacía en Fuencarral, en un cuartel que, situado enfrente de los Estudios de Cine Roma y cercanos a otros tan belicosos como “El Goloso”, tenía delante de su fachada algo tan surrealista como la imagen que he colgado: en tres especies de cuevas jardineras escavadas en el terreno se podían observar correteando por ahí cientos de blancos conejillos de indias, según lo que se comentaba descendientes de una pareja traída desde Australia.
Pero me desvío. Los fines de semana dormía en Madrid, en la calle Ibiza, en una habitación de una familia que había buscado mi padre entre sus conocidos profesionales. Él era un hombre que se las daba de machote, que de sobrevivir me temo que aún se le vería, apoyado en un bastón, paso firme, a grito pelado entre los practicantes de las concentraciones de Colón.
Pero ella, pequeñita y más que reducida por la presencia avasalladora de él, era una delicada, encantadora mujer con la que alguna noche de sábado, antes de salir yo de jarana, o la mañana del domingo, antes de caminar cruzando El Retiro hasta El Prado, donde quedaba con mis amigos, había entablado largas conversaciones, consiguiendo simplemente que me desvelara cosas de sus conocidos.
Porque es que conocía a cineastas muy especiales de la época, pero además su padre había tenido -siendo ella niña- una tertulia en su casa a la que acudía toda la bohemia intelectual del momento. La imagen que desde entonces me ha quedado y que repito constantemente es la de ella sentada (a la fuerza) en las rodillas de Valle Inclán, preocupada por las porquerías que le podían entrar en la boca, dado lo sucias que tenía él esas guedejas que le caracterizaban. Su padre era Emilio Carrere, lo que me fascinó también un montón, porque ya había leído ya esa novelita y me había hecho, a partir de ella, mil historias en la cabeza.
Claro que igual estoy confundido y su padre era otra persona cuyo nombre no recuerdo, siendo Carrere únicamente otro de sus tertulianos de nombre que me sonaba.
Lo que es la memoria…
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