La magnífica escena inicial. Flirt del pintor en casa de la protagonista, a la que dedica un esbozo, ante la presencia de la amiga de vida disoluta, la del caracolillo en la frente.
Ella se siente ahogada en casa, con un marido que no hace más que dedicarse a su trabajo.
Domingo noche. ¿Alguna duda sobre qué película ver, para que no vuelva a resultar como máximo ese usual “se puede ver...”? José Luis Márquez acude en nuestra ayuda y en su “Festival de verano” comparte (ver enlace a una copia espléndida en YouTube, con rótulos subtitulados en español, al final), entre otras, “Crisis” (Georg Wilhelm Pabst, 1928), que no recordaba conocer (y de la que, una vez vista, sólo me sonaba la imagen, que ha circulado bastante, del muñeco boxeador).
No es la película de Pabst, ni de lejos, que más me ha gustado, pero se convendrá en que tiene trozos excelentes. Krakauer destacaba casi únicamente el de la desatada fiesta central en el club, porque le servía para caracterizar toda una sociedad, pero resultándome éste algo reiterativo -no sé si por la música colocada para la restauración de la copia-, yo señalaría como tal toda la primera media hora, con ese extraordinario planteamiento del drama. Ahí está todo (diseño de la casa burguesa, del estudio del pintor, vestuario, encuadres, el enfoque de esa frustrada historia de pasión) lo que configuraría, como señalaba “De Caligari a Hitler” la modernidad de la sociedad de la República de Weimar.
La “crisis” del título español (el “Abwege” original es más apropiado: “Por el mal camino”) es la de un matrimonio berlinés adinerado o, más concretamente, la de la mujer (Brigitte Helm, la de “Metrópolis”), en busca de una “engañosa” libertad cuando una amiga “de vida disoluta” que su marido no quiere que frecuente, le pregunta por qué “se deja aprisionar”.
Y las circunstancias la lanzan al club nocturno de fiestas.
YouTube, que es muy pacato, advierte algo así como que la película contiene escenas que pueden herir tu sensibilidad o causarte un profundo daño de no ser que el espectador tenga la suficiente estatura moral como para resistirlo, y obliga dar su consentimiento para no ser responsable de condenaciones eternas. Pero la verdad, como no sea por lo supuestamente sicalíptico de la fiesta en el club o por el empuje con el que la protagonista parece lanzarse a liberarse del descuido que muestra por ella su marido y hacia un adulterio, no le veo yo la osadía. Es más, por el tercio final he empezado a arrugar la nariz, pensando si uno de los guionistas, Ladislao Vajda, no estaría ya haciendo prácticas para su posterior “Marcelino, pan y vino” y ayudando a edificar una moralízate, de lo más sólida, lección, en prevención de alocadas ideas de las damas que se sintieran identificadas en su abnegada vida doméstica.
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