Me imagino el recorrido de Andrés Duque para llegar a su “Carelia. Internacional con monumento” (2019, Zumzeig, dentro del Festival D’A, presentada ahí ayer por él mismo) como el de un triple descubrimiento.
En primer lugar, es Oleg, el de las raras artes, el pianista y otras cosas de su espléndido largometraje anterior, el que le habla a Duque de Carelia, una región a caballo entre Finlandia y Rusia, y le determina a ir. Allá entiendo que empieza a rodar, aún sin rumbo claro, a lo largo de un canal (que creo que es el resultado de uno de los primeros planes quinquenales de Stalin, gigantesca obra construida a base de centenares de muertos en su haber), sacando escenas de paisajes acuáticos de una belleza que quita el hipo, pero ahí no había aún película.
El segundo descubrimiento de Duque es el de la familia Pankratev, vecina de la región, que le abre la puerta de su casa y le permiten rodar sus paseos por el bosque, sus juegos, sus lecturas y sueños. Ese sería el paraíso, que Duque se encarga de mostrarnos con prodigalidad.
Pero hay un tercer descubrimiento, que no desvelaré para que lo descubran en la propia película quienes no la hayan visto aun, que sería el infierno que existe por debajo de ese paraíso mostrado. Un infierno que no se contenta con los desmanes cometidos en el siglo XVI por Iván el Terrible de los que nos habla el patriarca de los Pankratev al principio de la película, sino que nos resulta, desgraciadamente, extremadamente próximo.
Es de esta estructura, y básicamente de la confrontación entre el inicial paraíso y el posteriormente descubierto infierno, de la que se nutre la película. Otra cosa es que para dar paso al segundo, para fundamentar el socavón, el pozo profundo que representa, Andrés Duque se recrea en el primero para resaltar el contraste y puede ser, como me ha pasado a mí un poco, que, dado que esto del sentimiento de lo paradisíaco es algo muy personal, a algún espectador no le baste con unos niños que son de una belleza rubia impresionante sintiéndose a sí mismos -sobre todo el pequeño- protagonistas y con un paisaje nórdico de escueta vida para definirlo. La infancia, si se puede vivir en condiciones, es el real paraíso, mientras que dudo que pueda definirse así un espacio familiar que desde fuera me ha parecido un poco encerrona, que además suele estar sepultado por la nieve y que, cuando no lo está, es pasto de moscas y mosquitos.
Una película, en cualquier caso, que, por lo que ayuda a dar a conocer, puede recibir sin sonrojo esos calificativos de valiente y necesaria.
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