viernes, 5 de mayo de 2017

Bitter money

Los balcones corridos de los pisos.
Cuesta muy pocos minutos de los 152 del metraje de “Bitter Money” (“Dinero amargo”, “Ku Qian”, Wang Bing, 2016; hoy en el D’A Film Festival) para saber las razones por las que la han titulado así.
Wang Bing, como tiene por costumbre, hace seguir con una nerviosa cámara en mano –llevada por él mismo o por otros tres- a una serie de personajes, desplazados en un largo viaje que tiene su última etapa en un moderno pero atiborrado tren desde su pueblo -donde han dejado familia, quizás hijos-, hasta uno de los 180.000 talleres de confección –que se dice pronto- de una ciudad.
Los talleres y la especie de pisos pateras donde duermen son relativamente nuevos, pero elementales, destartalados y sucios. No tienen apenas mobiliario, ni el más mínimo armario o estantería. Todo está y circula en bolsas de plástico por ahí. Sí que el taller dispone de máquinas de coser modernas –bastante trotadas también- y de contar billetes, y sus obreros -de ambos sexos- están dotados del último modelo de móvil y escuchan música moderna a todo trapo. Por su parte, el piso, al que se asciende por una rudimentaria escalera exterior, es todo pasillo, con unas cuantas habitaciones -que más parecen pequeños almacenes- cerradas con una plancha con candado. En su interior colchones y bolsas por el suelo, y algún que otro trasto útil, como un secador. Por único espacio de socialización en todo el piso, únicamente un balcón corrido, como de corrala. Una ducha (“¡Mejor la del garaje!”, comenta un personaje por teléfono) completa el panorama.
La única pareja que aparece –también con los hijos en el pueblo- no está tampoco para demasiadas alegrías. Él, dueño de una tienda, maltrata, sin que apenas intervengan los que lo ven, a su mujer, quien no encuentra otra salida que humillarse y aguantar.
Un amigo intenta ayudar a la mujer maltratada (que volverá al trabajo con el marido maltratador).
Para obtener unos míseros billetes –para lo que hay que trabajar sin respiro con rapidez y destreza, so pena de ser despedido- suponen disponer en el desorganizado taller todas las horas, desde buena mañana hasta la medianoche. Ahí, a parte de esa música-droga que ponen a sonar incesantemente, comen, trabajan y comentan. La única y excepcional atracción parece ser el atropello que ha tenido lugar, casualmente, a los pies del edificio.
Con estos durísimos moldes, la sordidez, lo precario de esa situación que puede ser la de toda una vida (el “jefe” no parece estar mucho mejor que sus obreros, y lo de ir a trabajar a una fábrica grande, que todo el mundo invoca como medio para cobrar más, no parece sino una improbable quimera), se te va colando poco a poco a ti, como espectador. Wang Bing lo recoge todo, entra en todos los sitios (bueno: su cámara estaba significativamente en el exterior del local cuando el tendero golpeaba a su mujer). En una ocasión, al verlo de madrugada registrando cómo entra en su habitación, un obrero le sonríe y mirando a cámara le dice de dejarlo ya, soltándole un “¡Tiempo de dormir!”
Uno de los ocupantes del piso patera, dado a la bebida, en su habitación.
Quizás sea esa no-vida de tanta gente el precio de entrada de la China comunista en el modo de vida occidental. Viendo la película, uno se pregunta cómo puede permitirse toda esa miseria y exclavismo. Cómo pueden admitirse vidas así, apenas vividas. Y parece que nos vamos acercando a ello.

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