Si alguien tuviera la menor duda sobre el carácter juguetón que revelan buena parte de las películas del recientemente fallecido Michel Deville, bastaría con pasarle “Le voyage en douce”, 1980), que he podido ver gracias a la generosidad de un amigo.
Geraldine Chaplin está, entonces, en su ambiente, haciendo de amiga de toda la vida de la en apariencia -pero sólo en apariencia- más seria Dominique Sanda, haciéndose ambas partícipes, en plena confianza, de todo lo que piensan o les ha ocurrido en algún momento de su vida, en ocasiones representado por ellos mismos o por actores más jóvenes.
Pero eso se refleja también en el estilo, la forma de hacer de Deville, con sus para mí ya legendarios raccords, que aceleran y hacen más festiva cualquier transición entre escenas.
Un viaje de las dos amigas por la Provenza es el paréntesis que sirve para todo ello. Cine con ventanas faceta voyeurs, referencias que yo asignaría a fotografías de Izis, pinturas de Berthe Morisot o, lanzadas por una osada sesión de fotos (como a veces algún cuento infantil algo subido de tono), imágenes del mismísimo David Hamilton.
Pero no todo debe verse como un juego de ligerezas. Por mucho que suenen en la película las bagatelas de Beethoven y otras músicas de ese estilo, alguna secuencia (sobre todo la de la historia relatada de la que no vemos nada, pero oímos toda su banda sonora) nos alerta y previene, quizás, de lo contrario.
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