“La condena” (Bela Tarr, 1988; en Filmin) se inicia con una ventana, pero, como ya tenemos efectuados y ordenados los extractos de su primera sesión, que dedicamos precisamente a ventanas, no incluiremos en este ciclo de Ombres Mestres:
Su primera imagen nos ofrece la visión de un paisaje panorámico bastante desolador: unas torres similares a las de alta tensión soportan unos cables que, en vez de electricidad, conducen unos contenedores se supone que llenos de un mineral recién extraído (primera imagen). El plano es lo suficientemente largo -especialidad de la casa- como para dejarnos calcular, a base de sus repeticiones, el momento en el que un estrepitoso ruido, que debe corresponder al momento en el que el contenedor pasa por la torre, se apoderará, una y otra vez, de la banda sonora.
Poco después, un casi imperceptible movimiento de cámara se inicia. Se trata de un retroceso, que hace que el paisaje que estábamos contemplado quede enmarcado por una ventana (segunda imagen). Pero el movimiento no se acaba ahí, sino que sigue, dejando ver la silueta de un hombre fumando, informándonos, pues, de que era él quien estaba observando ese paisaje a través de la ventana (imagen 3).
Hay un corte, dejando ver entonces una pared en primer plano. Se mueve a continuación la cámara lateralmente, para que observemos la cara de un hombre -seguramente, pues, el de antes- afeitándose con una navaja. Oímos el persuasivo sonido de la navaja sobre su rostro y como corre el agua del grifo. Pronto descubrimos que estamos viendo su imagen en el espejo de un baño. De estar contemplando un paisaje que sólo presentaba un movimiento interior repetitivo, rítmico, pasa a contemplarse a sí mismo.
El plano siguiente nos lo sitúa bajando la escalera de su edificio. En un rellano arde algo, quizás una bandeja de cartón con no se aprecia bien qué contenido, a lo que apenas si dirige una breve mirada. Somos nosotros los que, gracias a que la cámara se ha quedado fija, vemos cómo casi se extinguen las llamas, mientras oímos las pisadas del hombre, que ha seguido descendiendo la escalera, y ya se ha perdido de vista.
Oímos el cierre de una puerta (pensamos, pues, que ya debe encontrarse fuera) y al poco rato lo vemos efectivamente en el exterior, quieto, tras una pared, observando sigilosamente a una pareja -¿padre e hija?- acercarse a un coche que se encuentra al otro lado de la destartalada plaza.
Cuando el coche se pone en marcha con sus nuevos pasajeros ya dentro y desaparece por la derecha, la cámara, solo reposicionándose ligeramente, deja que el hombre, con su impermeable totalmente mojado por sus hombros, se aleje, cruzando la plaza y oyendo nosotros el característico ruido de sus zapatos pisando tierra mojada, para entrar en el bloque de pisos del lado opuesto.
El plano siguiente deja de ser un plano general, para ser un plano corto: una sonriente mujer, en el quicio de su puerta, ve como el hombre, en escorzo, le exige:
-¡Déjame entrar!
-¡No! -contesta ella.
-¡Déjame entrar!- dice él, más susurrante.
-He estado pensando mucho… -contesta ella.
En este momento, transcurridos solo ocho minutos y veintitrés segundos de la película, he apagado el monitor. Hay en estos pocos minutos mucho más cine cuidadosamente planificado que lo que se puede ver por el monitor en días enteros, y hay que dosificarlo e irlo digiriendo muy bien, a plena capacidad, sintiendo hondamente cada movimiento de cámara, cada respiración de su banda sonora. No todos los días da uno con un Bela Tarr no visto hasta el momento.
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