La presentación de personajes y los actores que los encarnan, deliciosa, con giro de cada uno hacia la cámara, aparece al principio de “Cimarrón” (Wesley Ruggles, 1931; a no confundir con la versión de 1960 de Anthony Mann).
La película en sí se inicia, no obstante, con la famosa salida a la hora anunciada de los miles de colonos para hacerse con un terreno en Ocklahoma. Caballos, carretas, hasta gente corriendo empieza una espectacular carrera para hacerse con un trozo del nuevo terreno obtenido de los indios para los blancos.
Más tarde, la trama se centra en el desarrollo de la ciudad de Osage, una población de aluvión, con 10.000 habitantes en sólo una semana, desde ese 1889 hasta 1930, el momento del rodaje del film.
La vorágine de la nueva ciudad, liderada contra los bandoleros (unos matones muy groseros, otros con aires de leyenda) por el editor del periódico local, Yancey Cravat (el hombre de poses para la historia, Richard Dix), admite un ajetreado oficio religioso en una taverna y unos cuantos enfrentamientos y muertes de buen western, lo que permiten que el protagonista marque en una imagen previa a una elipsis, una muesca más en su revólver, vista en primer plano.
Irene Dunne hace de la mujer de Cravat, que se ve forzada a evolucionar desde su clasista, racista y acomodada vida en Wichita hasta la peligrosa y todo por montar en Osage.
La inocencia típica de la fecha en que está hecha la película permite que el gracioso de buena parte de la misma sea un chicuelo negro que tenga el cometido de abanicar la mesa familiar desde la lámpara del techo, o que se llamen gandules a los cherokees y se considere que ya está bien entonces que el gobierno les compre sus tierras a 1,20 $ el acre. Aunque luego se ve que es toda ella, en realidad, un alegato avant la lettre sobre la necesaria independencia y fuerza de las mujeres, así como sobre la igualdad de oportunidades de las diferentes razas.
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