sábado, 27 de octubre de 2018

La mujer crucificada


Si tuviese que ser por su nota argumental (Una chica y su madre, regente de un burdel, se enamoran del mismo hombre y se convierten en rivales), nunca habría ido a ver “La mujer crucificada” (1954), pero se trata de un film de Mizoguchi y eso lo cambia todo. Lamentablemente, al ver la primera escena ya me he dado cuenta de que la había visto hacía poco y que, como en esta ocasión, llegué a la conclusión de que no era de entre sus películas una de las que más destacaría.
No es, para entendernos, película de exteriores, que suelen ser entonces de las que quitan el hipo, aunque sí hay en ella un par de escenas de exteriores, y algún encuadre del exterior desde el interior de una casa que deja admirado por su composición (ver la segunda foto), pero es excepcional. Prácticamente todo se desarrolla en decorados y eso, sumado a que soy muy refractario a los melodramas si no vienen presentados por continuos hallazgos respetables de puesta en escena, me la apartan de ese puñado de Mizoguchis que recomendaría sin dudarlo a quien fuera.
El tema es, una vez más, el que obsesiona a Mizoguchi, por su experiencia siempre relatada de ver a su hermana vendida a una casa de geishas. Pero en ese ambiente regentado por su madre llega a refugiarse Yukiko. Y Yukiko (primera foto) es una auténtica luz, durante toda la película, de modernidad años 50, en contraste con el ambiente tradicional de la casa de geishas de Kioto.
La película narra todo el cambio de actitud de Yukiko hacia ese mundo que detesta, con lo que podría decirse que se trata de un melodrama con final feliz, si no fuera porque Mizoguchi, como Berlanga en su extraordinario final de “El verdugo”, eleva la cámara sobre el decorado de la calle de acceso al burdel, de donde vemos salir a unas cuantas personas... como al principio hemos visto entrar a otras. Como en ese “Yo también dije eso la primera vez” de Pepe Isbert expresando que va a haber una continuidad en el oprobio, en “La mujer crucificada”, con esa estructura cíclica, todo se prepara para que se siga viviendo, sin escapatoria, resignadamente, en un mundo que se había deseado con todas las fuerzas abandonar.

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