sábado, 15 de agosto de 2015

El cartero de las noches blancas


Vas viendo “El cartero de las noches blancas” (Andrei Konchalovsky, 2014) como si se tratase de una película de éstas nuevas, de presencia documental, la cámara siguiendo persistentemente los rituales diarios y los recorridos del personaje (un cartero que se ayuda económicamente con otros trapicheos) por la vecindad de un apartado lago ruso cercano al Ártico y a Finlandia. Nada que ver con sus películas previas, ni las rusas (como la monumental “Siberíada”) ni las nortemericanas posteriores (“Los amantes de María” u otras de peor recuerdo).
Pero de repente surge en la pantalla una muerte, a la que sigue una conversación con un hombre que se le confiesa con una angustia vital sin remedio, y nuestro cartero se sitúa entonces en medio de un amplio campo (foto), mientras que en la banda sonora aparece una música por vez primera. Entonces piensas que Konchalovski debe ser ya muy mayor (ronda, he visto, los 80 años), y que su empeño por ir a su edad a esa decrépita zona a rodar esas vidas que se apagan no debe obedecer sino a causas bien profundas.
El cartero va en la trama luego con su barca por las orillas del lago con un niño, al que hace creer en la presencia de temibles brujas, para ponerse con él a asar y comer pescado en la orilla del lago, junto a un hermoso árbol.

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