Anteayer hablé del magnífico cofre de “A nous amours” (Maurice Pialat, 1984), con esa extraordinaria y conmovedora entrevista a su joven actriz, Sandrine Bonnaire, efectuada por Serge Toubiana veinte años después, y que merece ser vista repetidamente para, al tiempo que emocionarse, captar el juego que establecía el cineasta para hacer sus películas, mezclando lo escrito con lo vivido.
Pero no está de más hablar otra vez, aunque sea poco, de la película, que seguía y perfeccionaba el estilo “lagunar” que Pialat ya mostró en “L’enfance nue”. Cada una de las escenas que van apareciendo deben corresponder a lo que se decía eran “escenas privilegiadas”, pero uno saca la impresión de que las numerosas elipsis deben contener otras tanto o más importantes, que el espectador ha de montar en su cabeza.
Sorpresas inesperadas por parte de los actores preparadas astutamente por Pialat para obtener, más allá de lo ensayado, esa chispa en ellos, esos momentos de realidad que caracteriza a sus películas. La implicación del propio realizador en la ficción haciendo precisamente de la figura clave del padre de la protagonista. Una de esas comidas suyas tan reveladoras. Ese juego fantástico con el espacio de, en este caso, la vivienda-sastrería. La contagiosa sonrisa y alegría de Suzanne, que parece irse apagando a lo largo del metraje a medida que emprende la carrera sin límite de sus amoríos. Todo ello configura una película de las más hermosas, perspicaz a la vez que íntima, de este realizador tan especial, a considerar siempre como una figura esencial para el cine del final del s. XX. ¿Algún director de cine actual podría representar hoy, para nuestro disfrute, todo ese complejo papel?
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