Un pionero de internet muestra el primer servidor de la red, situado en Berkeley. |
Hay otro documental reciente de Werner Herzog en Netflix, “Lo and Behold, Reveries of the Connected World” (2016), que va de un tema yo diría que inesperado en él: Internet. Sentía curiosidad por ver cómo lo abordaba, pues al menos visualmente no parece muy fácil hincarle el diente. Vaya por delante que, venciendo todas mis reticencias, su visión se me hizo por momentos apasionante, cumpliéndose de nuevo eso de que siempre se aprenden cosas en un documental de Herzog.
Está dividido en diez capítulos. Los primeros, tocando los orígenes del auténtico fenómeno actual, resultan simpáticos. No es fácil entender al completo las explicaciones que hacen diferentes científicos pioneros sobre cómo llegaron y en qué basaron sus exploraciones, pese a que se muestran muy didácticos y simplificadores, pero te haces una idea, dibujándote la imaginación de forma difuminada las formulaciones que se te escapan. Así, me he refugiado en esa divertida anécdota que explica uno sobre el colapso que sufrió un ordenador de la primitiva red de internet cuando un error de programación lo señalaba como de tiempo negativo de procesamiento: todos los mensajes veían que era el ordenador óptimo e intentaban ir por él.
Tocando en los capítulos siguientes al inicial los temas de la súbita eclosión de un juego de moléculas divulgado por la red, el de los coches autónomos (su diseñador responde realmente emocionado diciendo que ante un error en un coche, todos los demás aprenden de él y ya no caerán nunca en ese error, cosa que no pasa con los habituales errores humanos) o viendo el cariño con el que un científico trata a su “Robot 8”, su Messi particular en un campeonato de fútbol entre robots, vamos de sonrisa en sonrisa, viendo un maravilloso progreso.
Pero llega entonces el núcleo de la película, con unos capítulos que son, a mi entender, los que la hacen apasionante. Van del lado oscuro de internet. Un primero habla de la velocidad de difusión de imágenes nauseabundas, faltas absolutamente de ética. Un segundo, cambiando radicalmente de tono, te introduce en una comunidad de refugiados alérgicos a las radiaciones de los móviles, reunidos en él área restringida de radiaciones de alrededor de un enorme microscopio. Un tercero viaja a un centro de desintoxicación para adictos de internet en plena naturaleza (ahí te enteras, por ejemplo, que en Corea hay gente adulta que vive con pañales, para no perder tiempo mientras juegan inenterrumpidamente vía internet).
Quizás el más estremecedor de estos capítulos es el siguiente, titulado “El fin de internet”. ¿Alguien ha oído hablar del fenómeno de Carrington, producto de unas llamaradas solares como la enorme que hubo a mitad del siglo XIX? Que vea entonces la película y se prepare, porque ese tipo de cosas suelen darse -dicen- con una frecuencia de cien años y ya han pasado 170... Una pista: habla de la extrema debilidad de un mundo que depende cada vez más de internet...
Un robot procede a revisar el estado de todas sus piezas. |
Los siguientes capítulos van de hackers y seguridad en las redes, de la posibilidad de ir a vivir a otro planeta o de la inteligencia artificial y acaba el film con otro par conteniendo interrogaciones y posibles respuestas sobre el futuro. Ya no me han resultado de la intensidad de los anteriores, pero Herzog, con la poderosa y envolvente ayuda de la música de Mark Degli Anotoni, ha sabido salir más que airoso del viaje a un territorio hasta el momento inexplorado por él. Y en este caso se trataba de un territorio virtual.
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