Podría parecer que “Ana” (Antonio Reis y Margarida Cordeiro, 1982: hay que agradecer a Xcentric que la haya proyectado hoy) no cuenta nada, que sea sólo unas cuantas escenas deslavazadas sobre los habitantes de una vieja casa de campo, siguiendo el cambio de las estaciones. Pero en realidad vas sintiendo paulatinamente que cuenta, precisamente, lo más profundo.
En la Filmoteca de la calle Mercaders quedé deslumbrado por la monumental “Tras os Montes” (1976) y es reconfortante que 37 años después de su realización, “Ana” siga confirmando que no fue un deslumbramiento pasajero.
Ana empieza como un cuento. “En aquel tiempo...”... se empieza a oír de una voz que hace en tres o cuatro ocasiones de narrador, con una poesía notable. Es una voz que le da un tono proustiano agrario a la película y que te dices que podría corresponder al hombre que se ha hecho el niño que aparece en el film, que estaría rememorando las fuertes sensaciones que le proporcionó su estancia, durante la infancia, por esas tierras. Pero algo no casa: debería estar hablando, en todo caso, desde el futuro, pues una serie de elementos que aparecen, como es el caso del coche, son de rabiosa actualidad.
Algo de sensación de cuento, de leyenda rural, empieza dando la película, con esa visión desde la lejanía de un jinete que cruza un par de veces un puente multicentenario con su caballo, como buscando algo. O con la llegada de la chica que va a hacer de nodriza a la casa totalmente empapada por la lluvia, lo que da pie a toda una escena de ritual de secado junto al fuego, primero, y a un cuadro, inmediatamente después, de ella preparándose y dando de mamar al bebé, sus pies sobre un almohadón de rojo furioso, que dirías es un “tableau vivant”, representando un precioso cuadro flamenco o una Madona renacentista.
Pero del resto de la película, si hay algo que destaca, es esa sensación de contacto con los elementos. Continuamente se oyen, se sienten, se viven, se nombran el viento, el sol, el frío que se combate con el fuego. Todo ello en un ambiente que lanza anclajes que penetran en la historia hasta las raíces más profundas (con esa conversación sobre la relación existente entre las barcas de piel de la zona y los de Mesopotamia o la India) y cruza por caminos misteriosos (el padre tallando un espejo sobre una tela negra, el niño jugando en un plato hondo con mercurio o contemplando admirado cómo el rayo solar se divide al atravesar un prisma en tantos rayos como colores del arco iris, que se proyectan sobre la blanca pared).
Si tuviera que destacar algunas partes del film quizás me decantaría por las correspondientes al verano, con esas escenas de reposo campestre que me ha hecho venir a la cabeza entre otras al “Aquel querido mes de agosto” de Miguel Gomes, o con los niños jugando junto al visillo que les tamiza la luz exterior o la siega del trigo con la hoz por parte de la joven, mientras va echando de tanto en tanto misteriosas miradas al horizonte, etc. También por unos pocos planos en las que la Ana joven, nieta de la Ana vieja, corre con su falda roja junto a una pared verde en una escena que me ha remitido nada menos que al “Mauvaise Sang” de Leos Carax y más tarde sigue por los campos de cultivo, en un movimiento veloz que contrasta sobremanera con los pausados, pero constantes movimientos de cámara de toda la película. Y ya que menciono unas cuantas películas posteriores que me ha hecho recordar este “Ana”, no puedo dejar de mencionar esa tensa situación final que me ha llevado al “Alumbramiento” de Víctor Érice.
Como se ve por las relaciones establecidas, todo cine actual de primer nivel. Antonio Reis y Margarida Cordeiro se avanzaron a lo mejor del cine actual unos 35 años...
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