Hoy proyectada en la Filmoteca en el ciclo Jean Epstein, “La femme du bout du monde” (“L’île perdue”, 1937) es una película especial, y no por aquello que marca el interés de sus films anteriores o, en una línea muy diferente, posteriores.
En esta ocasión lo que te queda impregnado tras su visión es el clima entre plácido y fantástico que atrapa a unos marinos que han ido a una pedregosa isla austral con el compromiso de dedicar 20 meses de su vida al proyecto de encontrar en ella un extraño mineral. Todos se han enrolado dejando atrás mujeres (de un mundo sofisticado uno, comprometedoras otros) o enredos varios. Al aproximarse a la isla creen haber visto una sirena, que lanza sus cantos y, realmente, la isla no está desierta: En una cabaña que hará de providencial taberna para toda la tripulación viven una mujer, su hijo y un marido que, golpeado en un accidente, sólo sabe tocar un instrumento de cuerda.
Este instrumento de cuerda es el que acompaña las canciones de la mujer, que dejan absolutamente fascinados a todos los marinos. Ella, bretona de Roscoff, canta, especialmente, una segunda canción que los introduce a todos en un mundo de nostalgia. Epstein deja sonando la canción sobre sus ya conocidas imágenes del mar en movimiento, y sobreimpresionando en este fondo danzas de personajes en vestidos tradicionales bretones.
Lejos del melodrama al uso, más de ambiente que otra cosa, el film viene encuadrado en un argumento por esta vez bien entramado y redondeado, que goza del mundo de las navegaciones, de las imágenes de marinos, telegrafistas y barcos que, personalmente, me han recordado un montón al Tintín de “La isla misteriosa” o así.
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