Que digo yo que podría verse "Six et demi onze" (1927), el sólido melodrama de la época exitosa de Jean Epstein, como una oposición entre sus oscuros, apabullantes interiores, caracterizados por esos amplios, altísimos y totalmente dominantes decorados, y algunos -bastante fugaces- de sus esplendorosos exteriores, donde surge la mejor fuerza visual del realizador.
La película arranca casi como un film gótico, en un cementerio, donde dos solitarios hermanos se consuelan ante la tumba donde acaban de enterrar a su padre, para pasar a una serie de escenas en el interior de la enorme casa familiar, donde viven Jerome -el famoso doctor- y Jean -su joven hermano-, rodeados de unos ancianos y serviles criados. La preocupación aflora en criados y médico, en su mansión fortaleza, porque ha desaparecido Jean, sin dar a partir de entonces señales de vida. Ahí irrumpen los exteriores que estamos esperando. Él se ha ido abducido por una artista, a la que convierte en el centro de su vida. En un coche descapotable (foto) viaja con ella a la costa y compra un caserón con jardines que desembocan en el mar, dando pie a la (en esta ocasión pequeña) dosis de sobreimpresiones entre la carretera, el mar y ella, a la vez que también aparecen imágenes de árboles.
La cosa, para seguir las leyes del melodrama, no puede durar, y abandonando los jardines de la casa irrumpen de nuevo los interiores, con un alejamiento entre los dos que va agudizándose hasta la separación y aislamiento de Jean. En el proceso ya sólo destacan los reflejos, en forma de espejos, luz que aún llega a través de las persianas y una cámara fotográfica que jugará su importante papel en la trama posterior.
Epstein vuelve a mostrar en el film que la elección de actores no es su principal preocupación. Dejado llevar por el argumento -otro melodrama en algún momento algo cansino, escrito por su hermana-, muestra a una protagonista no especialmente guapa ni hábil en sus movimientos, unos personajes masculinos con rasgos más femeninos que ella, atacados además por un maquillaje facial brutal, que empalidece sus caras y oscurece enormemente sus ojos. Y todo lo apuesta en esos -aquí algo escasos- fulgores visuales, esos decorados muy deudores de una época y unos cuantos signos de modernidad lujosa (el coche, la tienda de fotografía y el mundo de las fotos -quería llamar a la película "La Kodak"-, la pistola nacarada, algún cartel y vestuario teatral,...). Para más sorpresas, el melodrama acaba en una escena de baile en un ambiente sórdido, casi buñuelesco, de lo más sorprendente.
En los primeros comentarios, fotos de unas cuantas escenas.
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