Vuelve la luz al Bijou, que había tenido que interrumpir sus sesiones.
La taquillera y su marido, propietario del cine.
En su casa, con el hermano pequeño de ella.
El investigador de la policía con el revisor del cine.
Apostaría que fue Truffaut el que obligó a decir -por cortesía- a Hitchcock que no se sentía satisfecho de “Sabotaje” (1936, ayer en la Filmoteca).
En la conversación del famoso libro, Truffaut manifiesta su decepción con la película. Hitchcock, para defenderse, explica entonces que todo se debe a que no le dejaron tener al actor que quería para el papel del detective. Truffaut continúa desarrollando su impresión de que no es cuestión de actores, sino de que la postura del policía se hace condenable moralmente por parte del público, lo que manda a la porra su identificación con él y, paralelamente, ocasiona la simpatía del respetable con el turbio marido.
Viendo todo esto, cuando Truffaut le vuelve a preguntar a Hitchcock sobre su valoración de la película, entonces la respuesta que obtiene es que la encuentra “algo chapucera”.
Pero, viéndola ayer, y luego leyendo las páginas correspondientes del libro, no sólo la película me resultó de una calidad muy superior a otras de su época, sino que interpreto que Hitch se sentía en realidad íntimamente orgulloso de buena parte de su tratamiento.
En un Londres por una vez no producto de infames decorados, con reales autobuses de dos pisos incluidos, hasta poderse hablar (al menos fragmentadamente) de un buen documental sobre la época en la ciudad, vemos nada más iniciarse la película, descrito a base de inapelables primeros planos de caras, gestos y objetos, un sabotaje: toda la fuerza eléctrica de la ciudad se viene abajo, aunque sus habitabpntes se lo toman con alegría.
El saboteador, de origen extranjero, como debe ser un buen malo, se refugia a continuación en su casa, que está pegada a las instalaciones de un bello, cálido y popular cine (en varios momentos, el encuadre que aparece suyo te hace preguntarte si Hitchcock no se habrá basado en la célebre pintura de la acomodadora de Edward Hooper: he de mirar si aparece mencionado en el libro sobre Hitchcock y el Arte que poseo), el Bijou, del que es propietario.
Con los actores impuestos a Hitchcock o sin ellos, yo diría que hoy en día todo el mundo sabría entender el triángulo que, en el fondo, representa la película, y adoptando el punto de vista que quería el director. Es más, incluso se valoraría como película con una visión temprana de género.
Al margen de la famosa escena de suspense en la que el niño lleva consigo, inconscientemente, la bomba, yo señalaría tres escenas que me parecen sensacionales del film:
-La conversación de los dos espías enemigos en el acuario, inaugurando la larga familia de películas con este tipo de secuencia.
-La escena en la pajarería, claro antecedente de la que muchos años después tendría lugar en “Los pájaros”. Unos esta vez inocentes pajaritos, por cierto, que serán protagonistas de diversas y evocadoras secuencias posteriores.
-La cena doméstica final del matrimonio dueño del cine, planificada a base de primeros planos de miradas y… de un cuchillo (¿alguien recuerda “Blackmail”?).
Y la utilización de la música (o, mejor, del silencio) del film me ha parecido sensacional: en dos o tres contados momentos, como en el de la cena citada, se produce el más absoluto, tenso, silencio.
Misteriosa conversación en el acuario de la ciudad.
Fragmentos del Londres real. En otras ocasiones son trucajes.
En la pajarería.
Pero volvamos al Bijou: Su exterior, de bombonera.
El investigador de Scotland Yard, que se hace pasar como empleado de la vecina frutería, en el cine. Para acceder a la vivienda del dueño se debe cruzar y salir por esa puerta. Encuadres que me recuerdan poderosamente a…
a este cuadro de Hooper.
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