Una de las gloriosas transparencias que nos introducen en Saint Moritz. Paini señala algo así como que la transparencia es el espacio de la intriga.
Padre, hija y perro de la deportiva familia.
La fiesta de Saint Moritz donde se incuba todo, como la recepción en el edificio de la ONU para “Con la muerte en los talones”.
Secuestro habemus.
Padre y uncle Clive se lanzan a investigar.
En el dentista tapadera.
Acuden al Remplo del Tabernáculo.
Donde tienen lugar extrañas ceremonias.
Ayer renuncié a ir a la Filmoteca a la sesión que tenía prevista, más llevadera, para ir a la nocturna y así no perderme el último pase de la primera versión de “El hombre que sabía demasiado” (1934), que, decididamente, tenía menos presente que la segunda versión, con James Stewart, Doris Day y su “¿Qué será, será?”, la plaza de Jemaa el-Fna de Marrakech, etcétera.
Confieso que soy un ferviente admirador de la época británica de Hitchcock, generalmente con películas más deslavazadas, de chistes más groseros, decorados más evidentes y ritmo más rápido que las de la época norteamericana. Más simples, menos “profesionales”, pero siempre un completo destilado de ideas magníficas.
Esa inocencia antigua se puede apreciar ya en la escena, que sirve de preámbulo: unas manos miran diferentes folletos turísticos de diferentes sitios, decidiéndose finalmente por uno de ellos, en las montañas.
Dominique Païni escribió en una ocasión un artículo que era a la vez una mirada filosófica sobre lo que representaban y un panegírico de las transparencias en las películas de Hitchcock. Pues bien, en la escena siguiente, ya entrando en materia, las transparencias son reinas de la situación. Una familia británica, niña, madre y padre, cada uno de ellas muy singular, por no decir que bastante estrambóticos, están pasando unas deportivas vacaciones en Saint Moritz.
En una fiesta de alto copete en esa localidad, en la que participan, se desencadena la intriga: disparan a un francés que ha bailado con la madre y éste, antes de morir, le pide que actúe para que no se produzca el magnicidio que ha averiguado va a suceder.
En toda la película los hechos que se exponen -con un secuestro y asesinatos por el medio- son terribles, pero siempre, y especialmente en su primera parte, las bromas de los personajes y el tono de comedia parece envolverlo todo. Basta ver en esta escena del baile lo que organiza el marido con un ovillo.
Llamadas al Cónsul Británico en una época en la que esa figura eran palabras mayores, un desmayo, un rapto, las acciones se suceden con la máxima celeridad.
Hay entonces el cambio brusco de las transparencias del paisaje nevado de Saint Moritz a los decorados -con sus rudimentarios anuncios de fluorescentes como los que ya utilizó Hitch en “Blakmail”- de la gran ciudad, Londres.
La impresión de estar asistiendo a una comedia se acentúa con el pobre personaje del Uncle Clive, que podía muy bien estar interpretado por Edward Everett Horton, y al que vamos sucesivamente viendo jugar con un tren eléctrico, servir de víctima de un dentista y ser apresado por la policía cuando iba a anunciar un crimen.
Sitios característicos aún poco dibujados (como esa especie de templo de la armada de salvación) y otros ya dentro del completo paradigma hitchcockiano (el Albert Hall) son escenarios donde continúa la intriga. És este último, también escenario de la nueva versión, con ese asesinato que tendrá lugar cuando se ejecute esa nota del concierto que todo el mundo espera, el que quedará para la historia. Hitchcock lo alargó y perfiló en la versión de 1956, con frecuentes y angustiosas visiones a la partitura y, en cierto modo, utilizó también una variante en “Cortina rasgada”.
Pero la película no acaba con ese gran número final. Falta contemplar la apoteosis de Peter Lorre, en un papel quizas hasta mas repulsiva que el que tiene en “M. El vampiro de Düsseldorf”, que fue el que impulsó a Hitchcock a llamarlo para que fuera a Inglaterra y trabajara con él. Eso y una increíble balacera, una batalla final entre los malos, dirigidos por Lorre, y los policías, que caen en los decorados de la calle por sus disparos como moscas, mientras una muchedumbre asiste curiosa a los acontecimientos.
Vamos bien. Mejor incluso, puesto que veo una progresión positiva de esta ya meritoria película y la Justo posterior, “El hiombre que sabía demasiado”, que ahora vi en orden invertido.
Ya en la guarida del lobo.
Un grito en Albert Hall
Por una causa dramática.
Peter Lorre, disfrutando de uno de sus repulsivos papeles
Hasta que se le descubre su punto débil.
Y se convierte en un kamikaze.
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