viernes, 1 de marzo de 2024

Chantal Akerman. Encarar la imagen

La óptica de mi tableta no permite captar a la vez los detalles de una proyección y las formas de los espacios que la enmarcan. Por ello ésta y las otras fotografías que pudiera hacer resultan muy reductoras, centradas sólo en la propia proyección. En este caso nos quedamos sin el impresionante efecto que ofrece ese color rojo, o el bodegón con frutas preparado por Akerman, o la preciosa tetera colocada en la cocina que van viéndose en esa continua panorámica, vistas desde lejos, atraídos como un imán al llegar desde el pasillo de acceso.


Otra exposición que he tardado mucho más de lo esperado, por una cosa u otra, en ir a verla, pese a las ganas que le tenía, es “Chantal Akerman. Encarar la imagen” en la Virreina.
Es la preparada por su compañera y montadora durante tantos años, Claire Atherton. Las salas (pero sólo las de la parte más pequeña de la planta para exposiciones: iba con la idea que estaría instalada en la parte que da a la fachada, más grande) van sucediéndose presentando una tras otra las instalaciones preparadas por Claire (en general) a partir de películas previas de la directora.
Son instalaciones que alternan los ambientes íntimos, con colores cálidos (basta ver la primera de todas, “La chambre”, que se anuncia, escapándose, atrayendo, en un efecto extraordinario, desde el pasillo de acceso -primera imagen-, o “My mother laughs prelude” -segunda-, en la que vemos a Chantal, con una camisa y los papeles que lee único motivo iluminado por un haz de luz, en medio de la oscuridad) con otras en las que son los ambientes fríos los que te marcan su temperatura (y ahí está la instalación de la gran sala con las imágenes de “D’Est” para atestiguarlo, pero también, en otras, esas imágenes que recuerdan a esos edificios grises que se veían mientras en la banda sonora se oía la lectura de cartas de una “News from home”).
Pero no hay que fiarse y pensar que todo se reduce a la lectura tan restringida que ahora estoy haciendo. Había escrito el nombre de la primera instalación como “Ma chambre”, y ese erroneo posesivo le iba mucho mejor que ese “La” que luce ahora, quizás mucho mejor que para la provocadora instalación sacada del inicial “Je, tu, elle”. Y otra consideración sobre la misma pieza. Hay que verla entera, hasta descubrir dónde estaba dentro del bucle su principio y final, y dar con a qué actividad se dedica finalmente Chantal en su cama.
Hay un par de pequeñas cosas que no me han acabado de convencer. Venga: tres. Una está en la por otra parte extraordinaria instalación “Marcher à côté de ses lacets dans un frigidaire vide”. Una gran pantalla doble muestra el relato que su madre va haciendo a Chantal -a petición de ésta- sobre su abuela, por el que averiguamos que esta última era judía y fue conducida a un campo de exterminio nazi. Al avanzar por la sala, vemos al fondo la pantalla, pero a través de una gasa, en la que se proyecta, a su vez, lo que podemos deducir que son páginas escritas por la abuela, tanto en hebreo como en francés.
Pues bien. Hay un detalle de la concepción de la pieza por parte de Chantal y Claire que rechazo, y otro detalle de puesta en escena en La Virreina que creo que resta un poco el efecto.
La primera es que la pantalla con la conversación entre madre e hija esté duplicada. La grabación original a la izquierda, y a la derecha una réplica de la primera, pero frente a la estabilidad -cámara fija, sin movimiento- de la primera, la segunda presenta una imagen como de cámara en mano, con vaivenes de todo tipo. He comentado al verlo que he ahí una voluntad de ofrecer un toque “artístico” que no me parecía bien. ¿Es que no tenía suficiente fuerte lo que iba diciendo la madre de la abuela? Dirías que no, cuando han querido ofrecer este aditamento sólo para convertirlo todo en obra de arte.
La segunda cuestión es que han colocado un cajón de madera, detrás del tul, para poder sentarse uno mientras atiende a las revelaciones de las pantallas. Pero, aunque hayan intentado reproducir también en el suelo lo que se proyecta en la gasa que cuelga del techo, se pierde casi del todo el efecto de ver todo el conjunto frontalmente.
El otro detalle que me hace pensar que no ha acabado de darse con la solución perfecta me ha venido al observar las dos últimas salas. Quizás uno acabaría cansándose de Chantal Akerman siempre hablándonos de su madre, pero en “My mother laughs prelude”, cuyo bucle tiene una duración muy larga, no hay ni un maldito banco donde sentarse. Pero es que en la última, la del tributo de Claire Atherton a Chantal Akerman, y desde donde se alcanza a ver, en otro efecto de profundidad de campo la instalación vecina, y en esta misma sala vecina, sólo hay unos estoicos cajones de madera sin respaldo donde caer para, desde ahí, ver y escuchar.
No creo que haya nunca excesivo público. Y aunque lo hubiera. Ahí tocaba poner unos confortables sillones, si lo que se quería era que los visitantes se concentraran un poco, aislados como están, mínimamente, del resto del mundo, enfrentados en plena intimidad a este personaje con tantos altibajos anímicos que fue Chantal Akerman.


Tengo aún que leer este programa de mano, editado como siempre tan pulcramente que da gusto con sólo verlo y tenerlo entre las manos. Veo ahora que éste en particular está organizado como una larga conversación entre Valentín Roma, el director de la Virreina, y Claire Atherton. Seguro que enriquece un montón la visión de la exposición, tanto por explicar detalles del propio montaje como, seguro, por desvelarnos y acercarnos un poco más a esta cineasta que debía ser tan difícil, pero que resulta hoy en día insustituible. 
 

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