sábado, 2 de marzo de 2024

Masterman

La escena inicial, con único foco de iluminación en la propia lámpara que lleva.

Estos muñecos articulados, los únicos con los que interactúa. En el fondo versión de “La Bella y la Bestia”, ¿a ver qué espectador se resiste a los encantos de la bestia?

Aunque uno de los habituales de la Filmoteca le comentaba a otro, acabada la proyección, mientras recogían sus abrigos respectivos, que había quedado impresionado por el “fondo profundo” de “Masterman” (1920), una película de Victor Sjöström que no suele aparecer demasiado en las reseñas apresuradas sobre su filmografía, la verdad es que la trama de la película me ha parecido de una linealidad y previsibilidad enorme, insistiendo una y otra vez, durante sus casi dos horas, en parecidos giros (casi sólo amagos) argumentales.
El protagonista absoluto es un usurero, despreciado por todo el pueblo, interpretado por el mismo Sjöström, quien salva y se encapricha de una chica, que está enamorada de un tarambana de su edad.
Para mí las secuencias más potentes estarían por el principio. Ahí están esos planos del ururero, rodeado de una oscuridad total, sólo iluminado por la farola que sostiene (primera foto: todo un hallazgo para la época), cómo, pese a su natural indiferencia, queda ensimismado por la visión del pie y parte de la pierna de la niña o, ya dentro de los decorados, ese interior de su local, donde conserva un esqueleto y una muñeca a los que hace evolucionar (segunda imagen: son los únicos seres con los que, al margen de las broncas y extorsiones con sus clientes, interactúa).
Poco después, en otra habitación de su casa, abarrotada de objetos que han dejado sus vecinos como prenda del empréstito solicitado, vemos que la chica se sitúa en cuadro, entre ellos, y pasa a ser una prenda más. Así es realmente: para salvar de un apuro a su novio, la chica obtiene un empréstito, a cambio de hacer ella misma de prenda, y trabajando de doméstica, una doméstica de la que el dueño de la casa de empeños se irá encariñando.
Una cosa interesante es ver la interpretación de Sjöström, en algún momento con fisonomía a lo Ibsen y -lo más significativo- totalmente neutro, inexpresivo. Sorprende ver en una película de 1920 cómo se trabaja la psicología de sus personajes… sin exageración alguna, esa plaga que asalta a gran parte del cine más antiguo, deudor del teatro. Aquí esa deuda con el teatro estaría, en todo caso, en los manejos del coro, esa masa de gente que se mueve al alimón de un lado a otro, todos respondiendo al unísono.
Anahit Simonian tiene la buena costumbre de coger un micrófono antes de la proyección y explicar un poco como ha trabajado la partitura que ejecutará en directo al piano. En esta ocasion comentó que ella suele hacer partituras completamente originales, pero que para las casi dos horas de esta película pensó que iría bien incorporar fragmentos de música clásica y, más concretamente de compositores nórdicos, como Grieg. En ciertas fases de la acción, se puso de pie y manipuló las cuerdas del piano, obteniendo de ellas sonidos que llevaban a sensaciones de cierta angustia. El trabajo de esta pianista todos coincidimos que fue extraordinario. Seguro que no cobra lo que debiera por sesiones como ésta. Y, más que nada, ¿en qué otro sitio, que no sea la Filmoteca, podrá amortizar la pieza y, así, compensar las horas que le ha costado componerla?

Hasta que salva y conoce a la chica. Con esta barba y pelo con los que se muestra, Strönjöm parece haber tenido a Ibsen como modelo.


Pero la chica, aunque agradecida a él y sabe tratarlo, sólo está en este de la derecha, que no hace más que pensar en la juerga, el alcohol y el juego.

Un momento de coro.


 

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