sábado, 6 de abril de 2019

El espejo

Formando parte de la escena inicial.
¿Qué decir a estas alturas de “El espejo” (“Zerkalo”, Andrei Tarkovski, 1975), que pasó ayer en la Filmoteca tras el primer capítulo de las lecciones perdidas del realizador? Que no está mal entrar a ver la película, repleta de travellings, espejos, ambientes cálidos de madera y fuego con espíritu de dejarse llevar por todo ello, pero mostrando una actitud despierta. No para pescar significados más allá de los que ofrecen esa reconocida influencia de Proust y Freud, sino para captar con toda sí intensidad el viento, la vida subterránea que corroe esas maderas de la casa en ruinas, cómo crepita ese fuego que van corriendo a ver los niños.
Travelling profundizando la mirada hacia el del espejo.
En la primera de esas lecciones perdidas, ahora encontradas y puestas a disposición para su visión, Tarkovski señalaba que la idea original de la película fue un sueño recurrente: Él, niño, iba corriendo hacia la dacha familiar y se encontraba con que no podía entrar...
El travelling de la madre, preocupada, hacia la imprenta.
Retratos emocionados de sus padres (él siempre ausente, dando pie a esa maravillosa escena de arranque de la película en la que recuerda cómo ella, con moño a lo “Vértigo”, fumando, contempla desde la valla si regresa de la guerra), de su propio matrimonio en conflicto (Tarkovski se había separado recientemente de su primera mujer), niño intentando hurgar en la imagen del espejo,... Tarkovski siempre ha sido reacio a explicar mucho más. Que lo hay y sigue dando vueltas por la cabeza: esos españoles admiradores de Palomo Linares, engarzados con imágenes de reportajes de la guerra civil; ese posible error en la edición de una publicación en la gran imprenta con paredes repletas de carteles de líderes comunistas, esa leche que gotea por el mueble, esa mujer que parece levitar, etc. No importa.
Todo un Brueghel el Viejo...
Vuelve a poderse ver “El espejo”, y esa vez en su sala -y pantalla- grande, en la Filmoteca, el 19 de abril. Es el viernes de Semana Santa. Pero habría que ir como si fuera a uno de los actos del antiguo Sábado de Gloria de cuando uno, niño, seguía esas cosas.
El libro de Leonardo de Vinci, contemplado por el niño.
En el interior de la dacha, el niño dice a su madre que no es la primera vez que siente cómo si le pasase la electricidad por sus dedos cuando toca monedas.
Sí tuerce pasado el árbol, es él. Si no, no.

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