Leí en alguna biografía de Ernst Lubitsch que fue la visión de “Una mujer de Paris” (Charles Chaplin, 1923) la que le hizo cambiar su forma de hacer películas. Le cautivaron y le abrieron todo un mundo, está claro, sus hallazgos de puesta en escena.
El maestro Joan Pineda, antes de ponerse ayer en la sala grande de la Filmoteca a acompañar al piano la película, subió al estrado y entre otras cosas muy pertinentes señaló, como ejemplo de lenguaje visual, esa sucesión inicial de planos en los que la cámara encuadra un pueblo, una casa del mismo, una ventana y, ya dentro de esa habitación, deja ver a una mujer haciendo, sobre la cama, una maleta. Sabemos así que quiere huir de ahí.
Podrían señalarse otras escenas de la película tan bien resueltas como ésta, pues está rodada toda ella con gran economía de medios, pero con una precisión encomiable. Así, un mínimo decorado representa la estación de tren y la llegada de éste viene informada únicamente por unas luces que, desde el interior de los vagones, iluminan la cara de ella, situada en el supuesto andén. En otro momento su amante le pregunta al personaje de Edna Purviance que qué le pide a la vida. Ella le responde que hijos y una familia que la respete. Él, ya curado de espantos, eterna sonrisa irónica en la cara (es un Adolphe Menjou, impagable en su papel de cínico extremo), se acerca a la ventana del salón, descorre un poco el visillo y observa la calzada: allí ve una familia -padres e hijos- cruzando la calzada, mientras se están dando tortas entre sí de lo lindo: su opinión al respecto queda claramente corroborada.
Otra escena más, ésta que recuerda bastante a películas cómicas de Chaplin: seguimos la carga de profundidad que suelta en su conversación la sofisticada e hipócrita amiga -llegada de visita- observando casi exclusivamente a la masajista, que va actuando con sus manos sobre el cuerpo tendido de la protagonista transmitiendo, diríase, las andanadas de violencia verbal que supone todo lo que la amiga le está soltando. Y una última, que también podría estar en una de sus películas mudas. El solemne mayordomo, sabiéndose solo en casa, está sentado en el salón, dando buena cuenta de una cerveza, dormitando un poco. Llega inesperadamente el dueño de la casa y se sienta en frente observándolo, en espera de su reacción. Chaplin nos está revelando que no hay que creer ninguna de las poses sociales de todos y cada uno de los personajes. No en vano es ésta una película hecha para denunciar las convenciones y posturas sociales y mostrar todo lo dañino que pueden llegar a ocasionar.
Siempre que me preguntan cual es mi film preferido de Chaplin respondo que “Una mujer en Paris”. Es verdad que alguno otra suyo, como “Luces de la ciudad” (1931), puede considerarse en su conjunto más rico y tiene escenas que revelan un ingenio visual inigualable, pero en contraprestación tiene ese punto de blandengueria moralista tan típico suyo que no aparece por ningún lado en éste. Por si eso fuera poco, se me cruza entonces por la cabeza la escena final -casi la única rodada en exteriores- de “A woman of Paris”, con esos dos vehículos tan diferentes que casi se rozan pero que llevan fatalmente direcciones opuestas, y no puedo entonces renunciar a dar otro nombre de film que éste.
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