viernes, 29 de marzo de 2019

La calle de la vergüenza

La panorámica de la gran ciudad durante los títulos de crédito.
Hoy he aprovechado la posibilidad que ofrecía el Zumzeig de recuperar “La calle de la vergüenza” (Kenji Mizoguchi, 1958).
Sorprende la música, discontinua, totalmente disonante, que suena durante la panorámica que recorre la gran ciudad durante los títulos de crédito. Acabados éstos, hay un corte y pasamos a unos planos de una calle de Yoshiwara, el distrito rojo, y más concretamente de una casa de la calle, donde tendrá lugar casi toda la trama y de la que apenas saldremos.
Corte a la calle de la vergüenza.
Nos vamos a centrar, pues, en el tema predilecto de Mizoguchi, puesto que rara es la película suya en la que no tenga intervención el mundo de las geishas, de la prostitución. Pero ésta es la película que cerró su filmografía, y algo ha evolucionado. Como se oye decir en la pantalla, las pupilas ya no aprenden a preparar el té ni estudian poesía y los rumores sobre una posible prohibición de la prostitución están más que presentes.
Las chicas del burdel.
Vamos siguiendo las historias de los diversos personajes del burdel: La desgraciada mujer que trabaja allí para sostener económicamente a su marido tuberculoso y a su bebé; la otra, ya madura, que con lo que gana ha podido pagar a sus suegros, una vez muerto su marido, el mantenimiento y educación de su hijo; la chica sin escrúpulos que se aprovecha económicamente de sus clientes gracias a su juventud y belleza; la recién llegada, Mickey, totalmente americanizada, descreída, que da la impresión de estar sólo pendiente de obsequiarse a sí misma con vestidos, complementos... y comida.
Una despedida de una de ellas, fuera del burdel.
Todo son historias razonablemente previsibles, en las que el melodrama popular parece ser el rey, como señala, en una frase que pronuncia una de las chicas y que he querido entender como auto irónica: “¡Qué asco! Esto parece un serial de la tele”. Pero el tramo final del film ofrece un par de cosas que, para mi gusto, lo elevan notoriamente y te hacen recordar su visión con gran satisfacción.
Una es una escena, para variar rodada en exteriores, que pasamos en un “Ombres Mestres” a iniciativa de Pau. Presenta ésta la cita en un ambiente hostil, en el exterior de una fábrica del extraradio, de la prostituta con su hijo, mudado a la gran ciudad para trabajar ahí, lejos de la vergüenza de un pueblo en el que todos saben a qué se dedica su madre. Vuelve a sonar la música del principio (que también ha sonado, por cierto, en una escena en la casa de la desgraciada pareja con bebé) junto a ruidos industriales, y todo lo que abarca el encuadre se puebla de vallas, enrejados, postes eléctricos y de otro tipo, que actúan para los sentidos como barreras insuperables o puyas clavadas dolorosamente.
El final de la cita entre madre e hijo.
La otra es, desde luego, ese sentimiento expresado en los planos finales de que no hay nada que hacer, de que nos encontramos en el reino de la fatalidad, condenados a repetir continuamente la misma historia. Sobrecoge pensar que concluyen con ellos, precisamente recalcando esa idea, los miles y miles de metros de las más de cien películas rodadas por Kenji Mizoguchi.
Y todo vuelve a rodar igual en la calle de la vergüenza.

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