viernes, 29 de marzo de 2019

El eclipse

En una de las escenas iniciales de “El eclipse” (Michelangelo Antonioni, 1962), que pasaron ayer en la Filmoteca, Mónica Vitti sale de su casa y su imagen se recorta sobre la de una torre de aguas con pinta de un hongo nuclear, como el formado por la explosión de una bomba atómica. Acabando la película, en un bar un personaje abre y lee un periódico. Unos grandes titulares hablan de la carrera atómica.
Una noche, el personaje de Mónica Vitti está en el piso de una vecina, nacida en Kenia, que tiene toda la casa decorada con imágenes y objetos africanos. Una de las imágenes muestra un grupo de leones descansando en medio de la sabana. Poco después, y de hecho en varias escenas, asistimos al desarrollo de una atropellada sesión en la bolsa. Los corredores de bolsa dan la impresión de ser una serie de animales salvajes luchando entre sí por su alimento.

Son sólo un par de asociaciones internas a que puede arrastrarte la contemplación de esta película, que ha entrado en todas las historias del cine como muestra de la eclosión de la modernidad en el lenguaje del cine.
Me he ido asombrando de la utilización, en toda la película, de los sonidos, como elementos que remarcan de forma muy potente las sensaciones que vierten las escenas. Eso ya es así en la primera, justo tras los títulos de crédito. Lo que captamos nada más surgir es el ruido de un ventilador. Con su funcionamiento agita las telas que visten a una pareja que, en esa sala de una hostilidad subrayada por el estrépito del ventilador, vemos que han pasado en vela la noche del loro: la de su separación definitiva.

En una primera sesión de bolsa que presenciamos, alguien se acerca a un micrófono, anuncia el fallecimiento de un empleado y pide un minuto de silencio, que se produce... con sonidos lejanos de timbres de teléfonos que van sonando sin que nadie los descuelgue.

En su perpetuo deambular, desconcertada por su situación anímica, por ese extraño barrio medio vacío, con varios edificios en construcción, y un montón de “no lugares”, Mónica Vitti se para junto a los mástiles de unas instalaciones deportivas, preparados para izar en ellos banderas. Mira hacia arriba, viendo el choque de las cuerdas con el metal, que provoca ese ruido que se da también en los mástiles de embarcaciones deportivas amarrados en puerto un día de viento.

Puedo pensar en algún “autor cinematográfico” jugando a Antonioni y paseando a su actriz -pongamos, por poner, a Marisa Paredes-, vestida de rojo, por un paisaje desolado. Pero lo impresionante es que Antonioni no imitaba, ni homenajeaba a nadie. Era él, siempre en un punto de vanguardia del lenguaje, lanzándose hacia adelante, hacia terreno desconocido, en medio de la desconsideración de muchos, pero seguido por unos cuantos incondicionales, que veían en él lo último, el camino nuevo.

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