jueves, 18 de agosto de 2016

Mi hijo


Cuando se empezaron a conocer las películas de Maurice Pialat, críticos como René Prédal dijeron que presentaban un sistema de secuencias lagunar. Una secuencia no estaba enlazada orgánicamente con la anterior y posterior por alguna transición o mecanismo de engarce, sino que se sucedían una tras otra como si la cámara hubiera efectuado su trabajo de grabación en aislados momentos temporales, sin ningún énfasis, acumulando elementos para que el espectador se hiciera cargo de la situación y de su evolución. No es que fuera algo del todo nuevo, porque por ejemplo Robert Bresson construía así el esquema de sus películas, pero sí que rompía con toda una forma de hacer del cine del momento.
Ahora ésta es una forma bastante habitual en el cine contemporáneo, pero que la iniciativa tuvo su influencia lo prueba una película de esas "del término medio", como puede ser "Mi hijo" ("Mon fils à moi", Martial Fougeron, 2006), que he visto hoy en un DVD prestado por una biblioteca.
Aunque el título parece venir dicho por la madre (Nathalie Baye) de la familia de la que sabemos en la primera secuencia que le acaba de ocurrir algo trágico, el punto de vista principal del film sería el del pequeño Julien, perdido por la sobreprotección de su madre, ante la mirada impotente de su hermana mayor, con el calzonazos de su padre (Olivier Gourmet), un atemorizado cero a la izquierda, permaneciendo ausente hasta la abdicación.
El crío va viéndose cada vez más cercado ante esa madre que contempla en un espejo las apariciones de arrugas en su rostro y que se niega a que crezca libremente, entrando en una espiral enloquecida. Él únicamente tiene momentos plenos con la pequeña novia a la que ve clandestinamente o yendo a casa de su abuela, una bella Emmanuelle Riva que todo apunta a que ha tenido un pasado esplendoroso. Una escena que se repite lo sitúa a él en la mesa del comedor, absolutamente solo, castigado a acabar el plato que no ha probado en la comida familiar. Otra, recomponiendo su cabello al gusto materno cuando regresa a casa.
En una ocasión, Julien observa, medio camuflado detrás de los arbustos que rodean la pista de tenis, cómo su padre -que no ha aceptado llevárselo con él- golpea la pelota con la raqueta. La cámara nos muestra el rostro de Julien tras la red metálica de la verja que no le permite acercarse, como si fuera una reja que le aprisiona.

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