Siento una debilidad inconfesable que confesaré aquí: Desde que vi las series que hicieron Elias León Siminiani y Justin Webster sobre asuntos de crímenes que habían tenido una repercusión mediática tan grande como para producirles esos programas, grabo y me pongo a mirar el inicio de las que se anuncien por tv.
La que me trae aquí, cuyos tres capítulos acabo de ver, es “El robo del códice” (Elena Molina, 2022; RTVE). No es que no tenga buenas dosis de esas nefastas características, pero he llegado a su final. Más que nada, por la curiosidad ante lo carpetovetónico que se revela en ella.
A ver: que roben el valioso Códice Calixtino de la Catedral de Santiago de Compostela, acontecimiento que inundó los noticias de todos lados, no tiene nada de carpetovetónico, pero si lo tiene, y mucho, el funcionamiento interno que se refleja en la serie de una institución como esa catedral y todo ese entorno que cobija.
Si a eso se suma una serie de puyas al comportamiento de unos jueces y policías que se pierden por aparecer en la tele y alguna cosa más, pues… eso justifica, parcialmente, el sacrificio de soportar de lleno tanto convencionalismo con el que está hecha.
Todo sea por la imagen de la picaresca, casi de grabado antiguo, que uno se forma sobre el recorrido que al menos en ese caso hacían las monedas y billetes depositados en los cepillos “para las almas del purgatorio”, para un santo milagroso o para lo que se les hubiera ocurrido a sus forjadores.
El extraño recorrido de un empleado (quizás deba decir un “autónomo”) de la catedral, grabado por una cámara.
El antiguo Deán y el antiguo organista de la catedral, hoy, en declaraciones para la serie.
Ante una gran expectativa, la policía y el estamento judicial llegan a la plaza del Obradoiro para hacer entrega del contenido envuelto por esa toalla.
Y reflejo para las cámaras de todos los medios.
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