Está muy bien ver a continuación de “Antoine et Colette” (1962) “Baisers volés” (1968) como pudo hacerse en la sesión de anoche de la Filmoteca, porque así puede apreciarse el casi perfecto raccord entre ambas películas de la serie Doinel de François Truffaut.
Si dejamos en la primera a Antoine Doinel viendo una emisión de TV con los padres de Colette, que sale de su casa delante de sus narices con un nuevo ligue, para acabar el mediometraje sonando el melancólico lamento de los traumas del amor a los veinte años, aquí veremos al mismo Antoine unos años después siendo recibido por los padres de Christine (de quien no se dice por ningún lado cuándo ni en qué circunstancias la conoció Antoine), que a su vez está también fuera de casa, viviendo su vida. Pero el aún mejor enlace se ha dado antes, en los títulos de crédito, con el no menos melancólico “Que reste-y-il de nos amours?…” de Charles Trenet, que liga perfectamente con la canción “L’amour à 20 ans” final de “Antoine et Colette”.
He hecho un poco de trampa, porque antes de la visita a los padres de Christine, oímos a un narrador que nos ata cabos sobre lo acaecido en la vida del personaje entre las dos películas, y vemos al actor que hizo de padrastro de Colette, François Darbon, encarnando de forma perfecta al chusco comandante de la Compañía de Artillería que le trasmite a Antoine el licenciamiento total de su temporada en el ejército, y a éste pasar por un prostíbulo antes de ir a visitar a la ausente Christine.
La panorámica inicial por los tejados de París, desde la visión de la Torre Eiffel hasta el cuartel y la ventana del calabozo en el que se encuentra Doinel, por cierto, me ha permitido por fin reconocer qué plano estaban rodando Truffaut y su equipo, sin vértigo alguno, en una foto que ha circulado mucho, que cuelgo ahora en primer lugar.
Hay muchos detalles, muchas secuencias de la película, que encuentro memorables, pero como ya he hablado un montón de ellos por aquí, e incluso han sido objeto de algún que otro “Ombres Mestres” (como esa delicia de voz y poses de Delpjine Seyrig, que aunque ella lo niegue, ejerce de aparición), me limitaré ahora a mencionar al que quizás, con su torpe ejecución, que hoy desde luego circularía por otros derroteros, creo venía a ser el leitmotiv de la película. Me refiero a ese intentar sentirse uno vivo al máximo como reflejo automático tras asistir a un funeral. Lo narra un investigador de la agencia de detectives, narrando cómo se lo hizo con su prima en el granero cuando un familiar estaba ahí aún de cuerpo presente, o lo expresa, casi como demostración, Antoine yendo a por una prostituta de la valla del cementerio (y deben estar ahí por algo…) donde han enterrado a un amigo.
Casi podría acabar como acabé la crónica sobre la película anterior de la saga Doinel. Quizás ha sido en esta visión en la que mis carcajadas y risas ahogadas han surgido más frecuentemente porque, al margen de ciertas payasadas de Jean-Pierre Léaud, la película tiene muchas situaciones de buena comedia, muy estudiada. Pero eso no deja para que, también en los títulos de crédito, la canción de Charles Trenet nos hable de la tristeza que, subterránea, lo abarca todo.
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