“Dos clases de películas: las que emplean los recursos del teatro (actores, puesta en escena, etcétera); las que emplean los medios del cinematógrafo y se valen de la cámara para ‘crear’ .”
Ésta es una de las primeras “Notas sobre el cinematógrafo” de Robert Bresson y, aunque llegó mucho más lejos en la depuración de su forma de hacer, en “El diario de un cura rural” (1951), que vi anoche, podemos apreciar fácilmente que ya estaba a fondo en ese empeño.
Una primera pista de ello es en la interpretación de ese actor que hace de ese recién salido del seminario que acude a hacerse cargo de su primera parroquia, en un ambiente más bien hostil, lleno de maledicencia hasta en los personajes que dirías más angelicales. En su pasión personal encajando golpes, buscando asideros que resultan de lo más resbaladizos, soportando muchas penurias, terribles sufrimientos físicos, elimina toda expresión que denote el efecto psicológico que le producen, y ofrece siempre un rostro de un mismo tono, pudiendo captar nosotros espectadores -eso sí- la terrible tristeza de sus ojos.
No pasa así con los actores que encarnan a otros personajes. Aunque estén también ellos muy contenidos, la malicia casi satánica asoma al rostro de la chica que difunde los bulos contra nuestro temeroso e inseguro curilla, o es fácil ver el rastro de la ironía del bon vivant en el del cura de la parroquia vecina, al que va el protagonista a pedir respetuosamente consejo. Me ha gustado comparar las charlas del cura rural y su veterano mentor con las de Depardié y Pialat en la adaptación de este último del mismo Bernanos (“Sous le soleil de Satán”, 1987), y ver divertido como Pialat se reservó para sí mismo ese papel.
Casi diez años antes de la eclosión de la Nouvelle Vague, Bresson iba a la esencia del libro de Bernanos, podándolo de mucha nota ambiental (aunque ésta aparezca diáfana en un diálogo que señala que en ese mísero campo todos son hijos de alcohólicos) y ofreciéndonos directamente de sus personajes aquello que la NV, que todo el cine moderno, quería reflejar: su interior.
Toda la estructura de la película, pero especialmente su primera media hora, es una maravilla mostrando la escritura y lectura (interior) del diario, con la imagen reproduciendo la escena escrita, en un juego que “Une simple histoire” (Marcel Hanoun, 1959), que tanto me la ha recordado anoche, llevó a su extremo.
Durante todo este largo inicio, las muy sencillas y cortas entradas de diario propician unas repetitivas y cortas escenas, separadas por una pantalla en negro.
En una ocasión vemos como el joven sacerdote franquea la verja de la propiedad del conde y se dirige corriendo hacia la mansión, que se distingue a lo lejos, cerrando el cuadro. Bresson, que aún no ha abjurado del todo de estos efectos, deja que la música alce el vuelo mientras se le ve correr.
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