Ayer ya pasó la segunda sesión de “Rojo” (1994), en una sala Chomón de la Filmoteca a rebosar, y con ella se despidió el ciclo Kieslowski, que ha ido manteniéndose todo este verano. Como ya se había ido adquiriendo una cierta familiaridad con sus tramas, personajes y preocupaciones, sabe mal despedirse, en pleno agosto falto de propuestas, de ese lugar donde asirse.
Quizás haya sido la pieza de la trilogía “Tres colores” que más me ha satisfecho ahora, cuando en su día me hizo arrugar la nariz por el asomo del exceso en ella. Es curioso que no fuera entonces en el seguimiento de la partitura mientras suena en “Azul” la “Canción para la Unificación de Europa” a todo volumen, sino en esa tontería de infografia de antes de los títulos de crédito, con la que la cámara hace como si siguiera de forma veloz una llamada telefónica por el cable -incluido cable submarino- por el que circula. La escena me sigue pareciendo horrible, pero habremos de convenir en que, al margen de esto, la película no tiene otras salidas de tono.
Hay ocasión en ella para saludar y esbozar una sonrisa cuando aparecen viejos conocidos, con los guiños de la vieja que no alcanza a depositar la botella de vidrio en el contenedor, la cita a Van den Budermayer en la tienda de discos o no digamos esos cameos finales de los actores -y personajes- de los dos capítulos anteriores de la trilogía. Pero si algo va circulando y convenciendo, seguramente sea toda esa coreografía de historias entrecruzándose alrededor de ese magnífico Jean-Louis Trintignant, que parece, entre demiurgo y adivino, organizar unas vidas a las que también tiene acceso, con su inocencia, ese otro centro del film, Irene Jacob.
Es pensando en eso cuando caes en la cuenta de que los demiurgos son Kieslowski y Piesiewicz, los auténticos fabuladores que han ido creando todo ese mundo que ha desfilado ante los ojos y las mentes de unos espectadores ya no acostumbrados a ser abordados de esa manera.
En su día, en un tiempo mucho más proclive, aunque cueste apreciarlo, a la pulsión política, las películas de Kieslowski y Piesiewicz cautivaron al público de cine de autor, pese a las múltiples advertencias críticas (que ahora la verdad es que encuentro desatinadas, posiblemente cegadas por tratarse de polacos católicos) de estar ante propuestas reaccionarias. Ahora, tras ver precisamente “Rojo”, que se puede leer como cierre de algo para pasar a otra cosa, a mi me queda la duda de hacia donde nos habrían llevado el cineasta y su amigo guionista. La muerte del realizador tras haber finalizado la trilogía nos deja sin resolver la incógnita.
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