El piso de mis padres sería, para los standards de hoy en día, grande, pero entonces, pese a que tenía comedor, sala de estar, dormitorios aproximados para todos, entrada, cocina, despensa, cuarto de baño y aseo, altillos y hasta una considerable terraza, nos resultaba pequeño.
Detrás del sofá en L de la sala de estar, bajo la estantería de la biblioteca, mi madre tenía guardado todo un archivo de las cosas más variopintas en unas enormes y viejas latas de galletas británicas, señaladas con unas etiquetas numeradas que casaban con el índice situado en la carpeta del cajón del secreter. Hasta ahí bien. De hecho, el cajón del secreter donde se encontraba la carpeta con el índice me parece que entraba bajo la jurisdicción de mi padre y lo regía un cierto orden. El de mi madre era otro cajón, el más amplio, y mejor no ver el galimatías de hojas, sobres, libretas, etc, todos escritos y llenos de sus notas manuscritas, que reinaba en él. Era también la responsable del armario de las herramientas y recambios, que acumulaban piezas para cubrir cualquier percance, aunque a efectos prácticos nunca solucionaban la papeleta.
Por su parte, mi padre era más ordenado, pero su costumbre de guardarlo todo (el llevaba la gestión contable y financiera, digamos) llenaba un considerable espacio, ocupando además armarios enteros con su colección de sellos, al tiempo que detalles como esas piedras que recogía porque le gustaban y guardaba en la bandeja de su gabán de noche me dejan claro que tampoco era persona de casa con apariencia de vacía.
Con todo esto no quiero comparar el piso de mis padres con la casa del Lake District saturada de objetos y pasto de los ratones de los protagonistas de “Radiator” (Tom Browne, 2014), que grabé en Sundance Channel y he visto esta tarde. Ni mucho menos comparar a mis padres con esa pareja anciana de la película. Simplemente dejar constancia de que siempre hay elementos de identificación, aunque sea en pequeños detalles.
En la película, Daniel deja su trabajo de pedagogo y se dispone a echar una mano a su madre en el cuidado de su padre, que ya no se vale por sí mismo. Pronto ve que allí los dos se han dejado ir sin actualizarse con los tiempos y que él ha instaurado una dictadura de difícil conversión, como difícil es lograr el cambio de costumbres de la pareja, que precisan no mover un ápice ninguna pieza de ese enjambre.
En una escena en que Daniel, desmoralizado con el poco éxito de su empresa, enfadado además por otros motivos con sus padres, regresa a su ciudad, tenemos oportunidad de ver su apartamento y, de esa forma, apreciar que mucho de lo de sus padres que quisiera, mostrándose incapaz, corregir, se le ha pegado a él mismo. Porque, por si alguien no había aún reparado en ello, los hijos reproducimos, queramos o no, un montón de cosas de los padres.
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