La intención era ir a media tarde al Phenomena. Aunque no había querido enterarme previamente de nada de la película me llegó que era un homenaje al Hollywood de su mejor época (aunque luego resulte que no sea eso) y pensaba que podíamos emular en esa sala una sesión de esas de verano con película de moda en cine moderno años 70 como, por ejemplo, el Iluro de Mataró.
No encontraba el horario de esa sesión, apareciendo sólo la de sobremesa y la nocturna, hasta que por fin descubrimos que era porque, como en los mejores tiempos el día de estreno, estaban agotadas todas las localidades. Así las cosas, decidimos ir, con mucha antelación, al Boliche, que no es ni mucho menos lo mismo, por mucho que conserve en la puerta de acceso los bolos que hacían de reclamo de la original bolera, pero nada más. Nada de nada de eso ni de la pista de Scalextric que le sucedió en el tiempo.
Yo iba a ver, realmente, toda una película como esos magníficos títulos de crédito iniciales, tras la entrevista televisiva en blanco y negro, con su Jumbo de la Pan Am con ese piso superior que tanto entusiasma a Alejandro Sales, con sus dinámicas músicas y sus maletas de colores. Y no es que después no haya escenas de esas, como la de la foto que cuelgo, pero están muy aisladas, dentro de otra cosa.
¿Y qué es esa otra cosa? Pues la fábula del cowboy ya roto, que eso no está mal de ser visto una y otra vez, pero también todo eso que hace de Tarantino un descerebrado seguidor del cine más infecto y un realizador que despierta pasiones cuando se adentra casi en el gore, manipula a consciencia o hace ver que la línea entre la genialidad y la demencia está en ocasiones bastante difusa.
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