domingo, 4 de marzo de 2018

¡Qué verde era mi valle!

La novia, Maureen O'Hara, sale muy seria de la Iglesia en la que se ha casado con el hijo del amo de la mina. La cámara nos permite ver cómo desciende la escalera, la sigue luego hasta el coche de caballos que espera abajo a los novios. Una vez ya aposentada en el coche, cuando éste arranca, vemos que ella lanza una mirada hacia la colina de la izquierda. Allí sólo ve unas cuantas lápidas del cementerio, vacío a esa hora. Pero la cámara se queda entonces quieta, mientras deja que el coche y ella en él se vayan y desaparezcan por la derecha. En la colina del fondo aparece entonces él, Walter Pidgeon, su enamorado, que mira desde lejos cómo se aleja.
Es para mi gusto una de las mejores escenas, con un movimiento de cámara elegante, sobrio y certero, de "¡Qué verde era mi valle!" (John Ford, 1941), que he podido volver a ver en magníficas condiciones esta tarde.
Antes del final del film, oyendo la voz en off del protagonista/narrador que valora y establece las conclusiones de su experiencia, se suceden unas imágenes retrospectivas, de hermosos momentos previos, en un contrastado y excelente blanco y negro. Dejas la proyección, entonces, contento de haber podido repetir de forma tan satisfactoria su visión, y todo son enhorabuenas.
Pero finalmente debes admitir que, al margen de este sentimiento de haber visto una película extraordinaria, se ha vuelto a desarrollar en ti durante la proyección esa sensación de impotencia, de -por qué no decirlo- manipulación sentimental como sólo el cine americano y John Ford en particular sabían aplicar. Te ha pasado por la cabeza el recuerdo de tantas sesiones vespertinas televisivas de cuando eras crío, con música envolviendo las escenas tocando la cuerda más lastimera en el momento oportuno, acentuando hasta la caricatura la bajeza de los personajes negativos o la bondad de los positivos para que la fibra más sensible actúe sobre ti sin piedad como espectador, buscando tu implicación moral.
Vamos, que Ford se revelaba tanto como un gran maestro como un gran perverso, capaz de cualquier cosa con tal de meterse al espectador en el bolsillo. Sólo en los momentos en que pintaba la educación sentimental del niño a base de introducirlo en "La isla del tesoro" y otras experiencias lectoras, o en los que se dejaba llevar por el buen humor y la elegía arrebatada del bello valle minero antes de ser cubierto por la escoria, ves que te conquista con buenas artes.
Por esa misma época me da que Ford estuvo mucho más contenido, emocionando lo mismo pero dejando más libre emocionalmente al espectador, sin llegar a la caricatura, en "Las uvas de la ira". Con el tiempo, además, y como demuestra un peliculón como "Centauros del desierto" ("The searchers"), ya no ataca a la fibra sensible. Diría que la alcanza entonces obligando a una reflexión que no puede ser sino madura.
No sé si lío con esta declaración tan confusa. Si alguien puede llegar a entenderme y hasta asumir como posible lo que confieso.

No hay comentarios:

Publicar un comentario