Desde hace un tiempo quería ver “Ida” (Pawel Pawlikowski, 2013) y hoy, observando en la cartelera que había un cine que la hacían, por fin hemos ido y la hemos visto. No nos ha decepcionado. Empieza ya maravillando, haciéndote entrar en el ambiente, con ese ruido de los cubiertos en el refectorio, que obtendrá más tarde un significativo eco. Luego por sus cambios de plano. Notoriamente ese salto de la quietud del convento al bullicio de la ciudad (foto), pero también por cómo deja respirar y asumir la situación que se va generando. A veces el cambio viene acompañado por un fuerte sonido que hace desentumecer los sentidos: El charco de agua que atraviesa el coche, la ropa tendida tensada y azotada por el viento. En muchas ocasiones, es el sonido el que te ofrece el conocimiento de otros espacios, ajenos al cuadro de la pantalla. Un cuadro de la pantalla, por cierto, que ofrece primeros planos siempre descentrados, así como un auténtico repertorio de imágenes que podría suponer un repaso de extraordinarias fotografías en blanco y negro, que retratan muy bien un paisaje y toda una historia, la de los países del este europeo durante los años 50 y 60.
Sólo le afeo tres pequeños errores a la película: Que no se debería llamar “Ida” (por el personaje de la novicia que parte en busca de su pasado familiar), sino “Wanda Cruz” (su tía, juez comunista, auténtico peso pesado de la función, más allá de un saxofonista estilo Zbigniew Cybulski, que tienta a Ida, aunque quizás sea únicamente la música de John Coltrane). Que intente cerrar por completo todas las historias. Y que, para evitar la fatiga de los actores, filme maletas que se ve inmediatamente, por su balanceo, que están absolutamente vacías (no hacer caso: es una manía personal).
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