Con un retraso gordo, afeado por unos cuantos, pasemos a hablar, y discutir si se tercia, como ya pasó en vivo, de “Maîtresse” (1975), segunda de las sesiones dedicadas ayer en la Filmoteca a Barbet Schroeder. Recordaba el interés con el que fui a ver en su día la película, que prometía adentrarse en lo prohibido, a la Semana de Cine en Color de Barcelona, y la decepción con la que salí de su proyección, tras un par de horas de profundo aburrimiento. Ayer, aunque no tenía esa intención, finalmente me quedé a verla de nuevo.
Me gustó bastante más que en su día. Incluso admitiría decir que llegué a ver una película de mi gusto... si le quitásemos lo que es su esencia. A ver si sé explicarme. Por un lado, constaté que la censura actuaba también en las películas del añorado Festival, pese a la fama que tenía de ser un reducto donde aplicaban excepcionalmente lo de la manga ancha, porque no recordaba haber visto entonces ni una escena en la que Depardon infiriese en un chateau latigazos y sonoras palmadas al provocador y atractivo trasero de un bello cuerpo femenino hasta que quedaba seriamente marcado, ni otra con el martirilogio, vía clavos, largas agujas y martillo, que infringe la madame Bulle Ogier al miembro de un desgraciado cliente. Pero no es por esto que la película superó mi apreciación anterior, porque las escenas como esa última, rodadas en lo que figura ser el piso inferior de la vivienda del personaje encarnado por Bulle Ogier, me siguieron pareciendo horrorosas. Pediré disculpas si es necesario, pero toda esa parafernalia de juguetes sadomasoquistas, personajes babeando envueltos en diferentes cueros negros o ese pobre imbécil encadenado y enjaulado en ese minúsculo apartamento / local de disfrutes prohibidos de decoración tan horrorosa y fotografiado de una forma que no creo yo que debiera dejar muy satisfecho a Néstor Almendros, me volvieron a parecer lamentables y deseando que hubiera rodado la cosa por otros derroteros.
Tampoco es que me levantara el ánimo, precisamente, esa escena en el matadero con el sacrificio del pobre caballo, ese cruel recurso tan empleado en el cine de los años 70, por mucho que después, comentando impresiones, me hicieran ver que tenía su justificación por cuanto se había dicho anteriormente que el personaje de Depardieu había estado trabajando ahí tiempo atrás, y volvía entonces al lugar cuando las cosas le venían mal dadas.
¿Qué me resultó, pues? El principio y el final de la película, y todo lo que compete a la relación en ella entre los personajes de Depardieu y Bulle Ogier. Él aparece como la fuerza bruta e inocente de todo su inicio de carrera como actor y al comenzar la película lo vemos salir de la Gare de Austerlitz (justo a donde llevaba el tren de mis primeros viajes a Paris...) dispuesto a descubrir y comerse el mundo, en una nueva vida (justo, en su debida proporción, lo que sentía yo yendo desde ahí a la excitante oferta de París). Al finalizar el film, un loco recorrido de la pareja conduciendo a dúo un Mercedes descapotable negro, dejando atrás otras situaciones para vivir juntos su pasión, te reconcilia con la historia que podría haber sido.
La historia que podría haber sido es la improbable historia de amor entre esos dos personajes tan distintos. Se me dirá, quizás con razón, que para que resalte esa historia más allá de todo lo demás, era necesario centrarse en algo que es todo lo contrario, como esos mecánicos encuentros pagados sadomasiquistas. Pero no se me podrá decir -cómo me decían ayer- que ese núcleo de la película no era el real interés central de Barbet Schroeder: en su presentación del film casi sólo habló de ello, vendiendo un poco el producto mediante la deducible confesión del secreto de haber empleado a sadomasoquistas reales, y asegurando su trabajo previo para documentarse buscando ofrecer, como siempre intenta, “la realidad” del tema tratado. Una realidad buscada entre otras cosas mediante unos juguetitos y juegos que serán realmente idénticos a los empleados en estos lances y todo lo que se desee, pero que no acabé nunca de creerme o, en cualquier caso, aún llegándomelos a creer, que me aburrieron un montón y podría haberme saltado de lo más gustosamente.
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