sábado, 27 de abril de 2019

Hotel by the river

Hay una imagen en “Hotel by the river” (Hong Sang-soo, 2018, D’A Festival) que debe ser de las más depuradas de su autor. El personaje del escritor (y pasa igual también con las hermanas) se pasea por el terreno cercano al hotel, junto al río. Ha nevado, la película es en blanco y negro, y el blanco lo domina todo. Una composición muy estudiada da sus frutos. Se para junto a un escuálido arbolito, casi un matorral, tan solitario, tan desamparado en medio de la inmensidad blanca como él (como ellas).

La película se ha iniciado con unos títulos de crédito no escritos, sino dichos por la banda sonora, a lo Godard, y una escena muy buena, que te hace ver que vas a seguir a unos personajes tocados, que arrastran alguna pérdida de la que están en recuperación. El que luego sabremos que es escritor está en su habitación de hotel, se levanta de la cama y se dirige hacia el balcón. A través del cristal algo envelado le vemos observar el río que corre al frente y el paisaje de la otra orilla, pero la cámara efectúa una panorámica vertical hacia abajo, que nos permite apreciar que en los márgenes del rio, justo abajo del balcón, en la misma posición vertical que el escritor, mirando igualmente al río, hay una chica, que más tarde veremos tiene la mano herida. Una manera de emparejar vidas y circunstancias.

Es un Hong Sang-soo químicamente puro, en el que aparecen un improbable escritor, sus dos hijos (y entre ellos un improbable director de cine), dos hermanas, una admiradora (todos con una vida que podría haber sido, pero no es en absoluto satisfactoria), una gasolinera, un restaurante sede de una borrachera colectiva, alguna que otra broma tonta y aportación feista,...

Pero también me ha dado la impresión de que es un Hong Sang-so (quien reparte por sus diferentes personajes el encargo de ser alternativamente su alter ego) más profundo que de costumbre. ¿Será la edad?

jueves, 25 de abril de 2019

The great Buster

“Buster contra la infección sentimental”, se llamaba un librito de los originales Cuadernos Anagrama, editado por Jos Oliver y José Luis Guarner, sobre el gran Buster Keaton. Ese título ya explica mucho, constituyendo para mí una de las mejores aproximaciones a la definición del personaje.
Si en 2018 un cineasta de renombre y al menos un enorme título en su haber como Peter Bogdanovich presenta un documental como “The great Buster”, uno debe hacerse de tripas corazón e ir a verla en cuanto sepa que se exhibe, y esa circunstancia se dio ayer en la Filmoteca. “Dirá algo nuevo”, piensas.
Pues no: No sólo la película viene a ser la enésima repetición de lo ya visto o leído sobre la obra de Buster Keaton, sino que la supuesta forma autoral de Bogdanovich brilla por su ausencia, dejando el largo documental en una cansina repetición, muy televisiva, de frases sueltas altisonantes, de los más variopintos personajes (van apareciendo toda una retahíla de personalidades del cine, expresando con gran sentimiento su asombro acerca de lo que lograba hacer BK) intercaladas, rompiendo el efecto, con minúsculos cortes de sus películas, enlazadas por la voz de un narrador.
Tarantino, uno de ls muchos que salen sin decir nada de interés sobre el personaje. Eso sí: con mucho énfasis y sentimiento.
Has de esperar a que hayas llegado a lo que creías era el final del film, porque ya se había acabado el poco preciso recorrido cronológico por la vida y carrera de Keaton, para que casi desaparezcan los pesados y televisivos bustos parlantes y aparezcan cortes más largos de las películas, pero entonces se reducen a sus grandes largometrajes de los años 20, que ya hemos tenido ocasión de ver varias veces, perdiéndose pues la ocasión de ver en condiciones algo parecido de sus películas menos proyectadas.
Por suerte, muy, pero que muy fugazmente, se ha podido ver la tranquilidad con la que BK, a la sazón novio en una ceremonia recibida por el paisanaje arrojando a la pareja botas y todo lo que tienen a mano, observa un par de botas en relativo buen estado y, ni corto ni perezoso, se las guarda debajo del brazo. Es un serio -como todos los suyos- gag de “A week”, uno de sus extraordinarios films iniciales de dos bobinas. O cómo clava el asiento de su coche a la casa que acaba de construir para arrastrarla con su coche y sale disparado adelante el coche, quedando él y su asiento pegado a la casa inmóvil, otro gag característico marca de la casa. De hecho, de una poco vista película cercana a 1937 vemos cómo se clava unas botas al suelo y justo entonces le saca una chica a bailar, con lo que debe contorsionarse ahí fijado.
En una de las raras películas de los años 30.
Ahí, en el análisis o simplemente la muestra de estas escenas, quizás haciendo una cierta clasificación, podía haber estado la base de esta película que, cuando saca alguna, como la archiconocida de la fachada de la casa que cae sobre su personaje, que aflora milagrosamente por el hueco de una ventana, resulta que lo hace básicamente para que anodinos realizadores actuales nos hagan ver cómo lo imitaron ellos en sus films, o para saber la gran influencia que tuvo Keaton en las escenas de Spiderman, privado de rostro expresivo por su disfraz. En fin: consolémonos pensando en que por lo menos hemos podido ver, gracias a la sesión, alguno de los jocosos anuncios de Buster Keaton, ya mayor.
En la tele, al final de su vida.
En cuanto al repaso que el documental hace a su vida familiar, con sus dos fallidos matrimonios, alcoholismo y recuperación gracias a su tercera y definitiva mujer, digamos simplemente que, desgraciadamente, Bogdanovich y quienes aparecen relatando los hechos no habían leído el librito del que hablo al principio o, cuando menos, no habían sopesado el significado de su título. Una lástima.

domingo, 14 de abril de 2019

Una mujer de París

Leí en alguna biografía de Ernst Lubitsch que fue la visión de “Una mujer de Paris” (Charles Chaplin, 1923) la que le hizo cambiar su forma de hacer películas. Le cautivaron y le abrieron todo un mundo, está claro, sus hallazgos de puesta en escena.
El maestro Joan Pineda, antes de ponerse ayer en la sala grande de la Filmoteca a acompañar al piano la película, subió al estrado y entre otras cosas muy pertinentes señaló, como ejemplo de lenguaje visual, esa sucesión inicial de planos en los que la cámara encuadra un pueblo, una casa del mismo, una ventana y, ya dentro de esa habitación, deja ver a una mujer haciendo, sobre la cama, una maleta. Sabemos así que quiere huir de ahí.

Podrían señalarse otras escenas de la película tan bien resueltas como ésta, pues está rodada toda ella con gran economía de medios, pero con una precisión encomiable. Así, un mínimo decorado representa la estación de tren y la llegada de éste viene informada únicamente por unas luces que, desde el interior de los vagones, iluminan la cara de ella, situada en el supuesto andén. En otro momento su amante le pregunta al personaje de Edna Purviance que qué le pide a la vida. Ella le responde que hijos y una familia que la respete. Él, ya curado de espantos, eterna sonrisa irónica en la cara (es un Adolphe Menjou, impagable en su papel de cínico extremo), se acerca a la ventana del salón, descorre un poco el visillo y observa la calzada: allí ve una familia -padres e hijos- cruzando la calzada, mientras se están dando tortas entre sí de lo lindo: su opinión al respecto queda claramente corroborada.

Otra escena más, ésta que recuerda bastante a películas cómicas de Chaplin: seguimos la carga de profundidad que suelta en su conversación la sofisticada e hipócrita amiga -llegada de visita- observando casi exclusivamente a la masajista, que va actuando con sus manos sobre el cuerpo tendido de la protagonista transmitiendo, diríase, las andanadas de violencia verbal que supone todo lo que la amiga le está soltando. Y una última, que también podría estar en una de sus películas mudas. El solemne mayordomo, sabiéndose solo en casa, está sentado en el salón, dando buena cuenta de una cerveza, dormitando un poco. Llega inesperadamente el dueño de la casa y se sienta en frente observándolo, en espera de su reacción. Chaplin nos está revelando que no hay que creer ninguna de las poses sociales de todos y cada uno de los personajes. No en vano es ésta una película hecha para denunciar las convenciones y posturas sociales y mostrar todo lo dañino que pueden llegar a ocasionar.

Siempre que me preguntan cual es mi film preferido de Chaplin respondo que “Una mujer en Paris”. Es verdad que alguno otra suyo, como “Luces de la ciudad” (1931), puede considerarse en su conjunto más rico y tiene escenas que revelan un ingenio visual inigualable, pero en contraprestación tiene ese punto de blandengueria moralista tan típico suyo que no aparece por ningún lado en éste. Por si eso fuera poco, se me cruza entonces por la cabeza la escena final -casi la única rodada en exteriores- de “A woman of Paris”, con esos dos vehículos tan diferentes que casi se rozan pero que llevan fatalmente direcciones opuestas, y no puedo entonces renunciar a dar otro nombre de film que éste.

sábado, 13 de abril de 2019

Le bonheur

En TV5Monde deben estar haciendo un mini-ciclo Àgnes Varda (mañana pasan “Les glaneurs et la glaneuse”) y ayer pusieron “Le bonheur” (1965). Se inicia con una escena campestre, de felicidad familiar dominguera, que luego se retoma en varias ocasiones y tiene mucho de anuncio de jabón. Una pareja joven, él carpintero, ella modista, dos niños pequeños, día de asueto y soleado.

Luego, todo lo que proliferó en la filmografía posterior de la realizadora: juegos con los colores, con las palabras, con las acciones, insertos de primeros planos de atrezzo ornamental a juego, planos cortos, dinámicos,...

Llegado un momento, todos queremos saber cómo va a resolver la cineasta avanzada a su tiempo, de moral absolutamente liberal, siempre atenta al papel de la mujer en la sociedad, el conflicto. Quizás una de las moralejas sea -digo yo- la de la constatación de la fugacidad, de esa fugacidad que lo envuelve todo.

Documentales sobre el fotógrafo Nakahira

En bicicleta por los márgenes del río de Yokohama.
El otro día tuve el desliz de señalar a Teresa que, en vez de eso de pensar en un viaje organizado por Sri Lanka, otra cosa bien diferente sería, ya puestos, alargarse hasta el Japón. ¡Lo que dije! Cenamos la otra noche con nuestras hijas y ya les anunció solemnemente que el año que viene iríamos al Japón...
Así las cosas, no dejas de lanzar una especial mirada a películas que te ofrezcan una visión novedosa sobre ese país. Si "Morayama-san" (Ila Bâke y Louise Lemoine, 2007), de la que hablé ayer, te invitaría a organizar un viaje para observar esas curiosas zonas residenciales que conoces por películas, las dos películas vistas ayer en el "Descubrimiento de un arquitecto" de la Filmoteca ("Extremely Good Landscapes", de Takashi Humma, 2004 y "The man who became a camera: photographer Takuma Nakahira”, de Masashi Nohara, 2003), con los paseos en bicicleta del envejecido y desdentado Nakahira, cámara en ristre, recorriendo los bordes del río de Yokohama, que más parece una cloaca canalizada, y los entornos de casas horribles por los que se mueve, yo diría que te haría sacar de la cabeza cualquier veleidad en forma de idea de viaje al Extremo Oriente.
En Okinawa.
Impresiona la historia de Nakahira: Miembro en los 60 de la revista “Provoke”, que se dedicó en cuerpo y alma a hacer una fotografía combativa, por su rompedora forma, con cuerpos y contrastes en blanco y negro siempre en movimiento, pero también por sus temas (documentaron las batallas campales de los manifestantes contra la policía durante las protestas contra las bases de Okinawa). Cambia entonces de fotografía, en un proceso de búsqueda que queda patente en los libros que escribió, ahora uno de ellos editado por el trío de fotógrafos “Ca l’Isidre”, que presentaron la sesión. Pero poco después entra en coma (gracias a los documentales sabremos que se trató de un coma etílico) del que sale habiendo perdido la memoria, haciendo unos diarios (que escribe, entre otros peregrinos sitios, en las cajetillas de su tabaco “Hope”, y donde recoge que sistemáticamente se acuesta a la 1,50 y se despierta a las 7h, haciendo más tarde una siesta de 30 o 40 minutos) para ir recuperándola y, sorprendentemente, pasa a hacer una fotografía de gran simplicidad, cercana a la que buscaba.
En un encuentro de fotógrafos, donde quería cantar y bailar.
En ambos documentales vemos a un arrugado Nakahira, que parce haber quedado en perpetuo estado etílico, en encuentros con otros fotógrafos japoneses, yendo en bicicleta o a pie junto a cursos no muy vistosos de agua, captando plantas o niños con su cámara, o bien en viaje a Okinawa, para recuperar las sensaciones de antaño.
Una de las fotos en blanco y negro iniciales de Nakahira.
Yo habría pasado únicamente uno de los dos documentales, que son similares. El segundo, por ejemplo, que ya era de 90 minutos, y tiene menos caprichos autorales. Confesaré que me cautiva la historia de Nakahira, aprecio la directa sencillez de sus últimos encuadres, pero también diré -herejía- que sus últimas fotos no me dicen gran cosa.
Y una de color de su última fase. También tiene muchas con trozos de plantas y así.

viernes, 12 de abril de 2019

Moriyama-san

“No necesitas una casa. Lo que tú necesitas es un pueblito para tu solo”. Eso le dijo el arquitecto Ryue Nishizawa a Moriyama-san cuando éste le pidió que proyectase su vivienda.

Así consta por su inicio en “Moriyama-san”, la película que Ila Bêka y Louise Lemoine acabaron en 2017 y que presentaron el otro día en la misma sesión de la Filmoteca que “Kolhaas Houselife”. Entonces comentaron que rompían en ella uno de los puntos de su decálogo a seguir a la hora de hacer ésta serie de documentales, que no aparezca ni el arquitecto ni sus propietarios, porque Moriyama, ciertamente una persona especial, no aparece por su casa vanagloriándose de ella, sino yendo a su aire, indiferente, sino divertido, con sus problemas con el inglés. Por otra parte, con su danza arriba y abajo, desde todos los puntos de vista, de las estancias y jardín del “pueblito”, se corrobora que los realizadores se han encariñado con el objeto de su film, y nos lo trasmiten a sus espectadores.

La Casa Moriyama son una serie de reducidos cubículos, de una o dos plantas, por los que circula su propietario, que nos muestra como duerme en el suelo de uno, se lava los dientes en otro, o se ducha en un tercero.

De vez en cuando, la cámara sigue a Noriyama y sus amigos por ahí, y entonces tenemos la oportunidad de ver su barrio, uno de esos típicos que se extienden por todos lados de la ciudad de Tokio, con casas bajas, calles estrechas, pasajes, bicicletas y muñecos presidiendo sus entradas, alguna señora de edad caminando con su andador. La posibilidad de que haya varias Casas Noriyama para ver por Tokio acrecienta el interés por conocer la ciudad y el país.

jueves, 11 de abril de 2019

Koolhaas Houselife

Óscar Tusquets explicaba en uno de sus libros que existía un premio de arquitectura que se entregaba no a edificios que acabaran de hacerse, sino a otros que ya llevaran diez años proyectados. De ese modo podía verse cómo habían reaccionado a la ocupación por sus destinatarios.
Para hacer "Koolhaas Houselife" (Ila Bêka, Louise Lemoine, 2013), proyectado en la Filmoteca, sus realizadores -presentes ayer en la sesión), parecen haber pensado de forma parecida. Hacen un documental sobre un edificio de Rem Koolhaas en las afueras de Burdeos, pero en vez de presentar el edificio mientras entrevistan al propietario o al mismo arquitecto, lo que hacen es seguir a Guadalupe, la española que se encargaba de su cuidado y limpieza, así como a su marido, al electricista y otros técnicos que intentan atajar los múltiples problemas que le surgen por todos lados.
La primera escena del film ya representa todo un choque. Guadalupe (ver imagen) asciende con sus instrumentos de la limpieza cotidiana en una plataforma que se eleva, con fondo de una buena estantería de libros, mientras suena música clásica, en una aproximación que dicen Bêka y Lemoine les fue inspirada por films de Kubrick.

A partir de entonces la película muestra, estructurada en cortos capítulos separados por una pantalla en negro en la que aparece un rótulo con su título o una frase, siempre con fino tono irónico, a la propia Guadalupe o a su marido explicándonos de palabra y mostrándolo con su actuación, las dificultades para subir por las escaleras ideadas con todo su instrumental, para pasar esa pasarela exterior elevada que une dos cuerpos de la casa en la que tropiezan entre sí sus dos puertas o bien mostrando como se quema la vegetación del jardín al reflejar en él el sol de la chapa de la fachada, que alcanza temperaturas enormes.
La cosa alcanza efectos mayúsculos cuando vemos cómo debe actuar el equipo que limpia las amplias superficies de cristales de una casa que, como señala Guadalupe, parece sustentarse en el aire, porque no tiene paredes o, sobre todo, viendo a los técnicos haciendo las “pruebas positivas” por las que, aportando agua por algún punto, ésta aflora por todas las junturas y otras inesperadas superficies, deformándolo todo.
Hay un momento, en el capítulo “Cuando se toca algo...” en que el film te recuerda irremisiblemente a “Mi tío”, acercamiento que me pareció corroborar el que en el plano siguiente Guadalupe mirara hacia el exterior desde una de esas ventanas redondas como las que parecían ojos en el film de Tati. Por si no quedara claro, bastante más tarde, en un televisor vemos que se está proyectando la escena en que la propietaria de la casa moderna enchufa el chorrito de agua a la fuente-delfín y acude siguiendo las baldosas del jardín a recibir una visita. Pero es que está claro que “Mi tío” se erige en referente cuando se señalan los aspectos risibles de una construcción moderna.

Como la “Maison à Bordeaux” de Rem Koolhaas recibe también el nombre de Maison Lemoine, ya supongo, viendo la coincidencia de apellido de la corealizadora, cómo ha sido posible la obtención del permiso para el rodaje de un film de estas características, e incluso el nihil obstante del propio arquitecto.
Pero, siendo la crítica de las malfunciones de la casa feroz, me ha parecido descubrir también, en unos cuantos planos, una cierta rendición ante la perfecta estética de unos cuantos rincones, al placer que debe ser poder gozar algún que otro momento de una tranquila estancia si no se debe limpiar o arreglar algo. Porque la casa no deja de mostrarse como muy bella. Bêka y Lemoine explican que ésta fue su primera película, muy ácida, y que luego ya tuvieron tiempo de dulcificarse y encariñarse con las casas que filman, como demuestra “Moriyama_San” (2017), también proyectada. Pero de eso ya hablaré en otro momento...

sábado, 6 de abril de 2019

El espejo

Formando parte de la escena inicial.
¿Qué decir a estas alturas de “El espejo” (“Zerkalo”, Andrei Tarkovski, 1975), que pasó ayer en la Filmoteca tras el primer capítulo de las lecciones perdidas del realizador? Que no está mal entrar a ver la película, repleta de travellings, espejos, ambientes cálidos de madera y fuego con espíritu de dejarse llevar por todo ello, pero mostrando una actitud despierta. No para pescar significados más allá de los que ofrecen esa reconocida influencia de Proust y Freud, sino para captar con toda sí intensidad el viento, la vida subterránea que corroe esas maderas de la casa en ruinas, cómo crepita ese fuego que van corriendo a ver los niños.
Travelling profundizando la mirada hacia el del espejo.
En la primera de esas lecciones perdidas, ahora encontradas y puestas a disposición para su visión, Tarkovski señalaba que la idea original de la película fue un sueño recurrente: Él, niño, iba corriendo hacia la dacha familiar y se encontraba con que no podía entrar...
El travelling de la madre, preocupada, hacia la imprenta.
Retratos emocionados de sus padres (él siempre ausente, dando pie a esa maravillosa escena de arranque de la película en la que recuerda cómo ella, con moño a lo “Vértigo”, fumando, contempla desde la valla si regresa de la guerra), de su propio matrimonio en conflicto (Tarkovski se había separado recientemente de su primera mujer), niño intentando hurgar en la imagen del espejo,... Tarkovski siempre ha sido reacio a explicar mucho más. Que lo hay y sigue dando vueltas por la cabeza: esos españoles admiradores de Palomo Linares, engarzados con imágenes de reportajes de la guerra civil; ese posible error en la edición de una publicación en la gran imprenta con paredes repletas de carteles de líderes comunistas, esa leche que gotea por el mueble, esa mujer que parece levitar, etc. No importa.
Todo un Brueghel el Viejo...
Vuelve a poderse ver “El espejo”, y esa vez en su sala -y pantalla- grande, en la Filmoteca, el 19 de abril. Es el viernes de Semana Santa. Pero habría que ir como si fuera a uno de los actos del antiguo Sábado de Gloria de cuando uno, niño, seguía esas cosas.
El libro de Leonardo de Vinci, contemplado por el niño.
En el interior de la dacha, el niño dice a su madre que no es la primera vez que siente cómo si le pasase la electricidad por sus dedos cuando toca monedas.
Sí tuerce pasado el árbol, es él. Si no, no.

viernes, 5 de abril de 2019

Las lecciones de cine de Tarkovski


Si Tarkovski aún viviera, dando clases tendría la vida solucionada. Lo he comprobado viendo hoy el lleno de la sala grande de la Filmoteca para asistir al primer capítulo de unas lecciones que impartió entre 1977 y 1981. Si además siguiera haciendo cine, como se ha visto por el posterior lleno en la otra sala para asistir a la proyección de “El espejo”, completaría muy bien sus ingresos.
José Manuel Mouriño, de la Fundación Tarkovski España, es quien ha puesto unas cuantas imágenes (sobre todo fotografías, alguna escena) a la voz de Tarkovski, que fue lo único que se conservó de sus clases. La Filmoteca ha puesto los subtítulos.
Se ve que tienen 90 horas de grabación, de las que 40 corresponden estrictamente a lecciones de cine. Este primer capítulo contenía tres fragmentos de sus clases de 1977, con un primero más largo (45 minutos), que corresponde a una especie de clase magistral, en la que desarrolla teóricamente, sin un orden muy claro, el tema “De la idea a la realización”. Contienen todos, en realidad, disgresiones suyas, ofrecidas a alumnos ya especializados de una escuela de cine, en las que habla, de forma torrencial, de esto y aquello. Tienen la intención de ir presentando un capítulo por año de estas lecciones, que fueron, de hecho, el crisol del que sale el libro de Tarkovski “Esculpir en el tiempo”.

Inicialmente todo es meridianamente claro: empieza con una alabanza a la honestidad como pieza básica del cineasta. No se debe separar -dice- la vida de la profesión. Ambas deben regirse por los mismos principios. Redondeando el consejo, suelta entonces una diatriba contra los realizadores que se repiten, se copian a sí mismos y contra los que intentan hacerse “accesibles”, traicionando así a sus espectadores (pues no los respeta) y a sí mismos (perdiendo su autoestima). Un cineasta ha de ser, en definitiva, sincero, y nunca debe coquetear con el espectador intentando darle lo que cree va a estimar.
Después de esta enseñanza básica, pasa a explicarla con ejemplos de su propia obra (“El espejo”, que era la última obra que había presentado) y echando más tarde un par de quiebros contra Ford Coppola (que, habiendo hecho “El padrino” para poder hacer a su aire “La conversación”, resultó que hizo mejor la primera que la segunda, que salió ya también comercial) y contra la escena de la tormenta de Kosintzev en su “Rey Lear” (que no hizo vivir cinematográficamente).
Tras la proyección, al final de todo del coloquio, me han gustado y servido para afrontar “El espejo” las intervenciones de Mouriño y de Tamara Djermanovic (IUC - Institut de Cultura). Han profundizado en la esencia de Tarkovski: la búsqueda de la imagen pura, nunca de una imagen artificiosa.

Agnès Varda en Les Inrockuptibles


Por una vez, y ojalá sirva de precedente, “Les Inrockuptibles” parece querer hacernos recordar la revista que fue. Le dedica 66 de las 84 páginas del número de esta semana a Agnès Varda.

Seguramente conscientes de que su plantilla no es -¡Ay!- la que había sido (con gente como el gran Frédéric Bonnaud, ya actualmente sin vela en este entierro un Serge Kaganski), pide a un antiguo peso fuerte del Cahiers du Cinéma como Thierry Jousse que elabore un artículo recapitulativo sobre el recorrido cinematográfico de la realizadora y a una serie de gente que ha tenido relación con ella (ver unos cuantos en la foto de portada) que nos expliquen sus recuerdos. Por último, tras unos mini-artículos efectuados por cada miembro de la redacción sobre cada una de sus películas, recuperan tres largas entrevistas efectuadas tiempo atrás en la revista, de épocas en que sus entrevistas, precisamente, hicieron célebre a la publicación.

¡Ah! Y todo trufado con magníficas fotografías, como este autorretrato de Varda, realizado en Venecia en 1960, delante de un Bellini. Habrá que ponerse a su lectura detallada, a ver si se confirman los Buenos augurios. 


jueves, 4 de abril de 2019

Las dos inglesas y el continente

Sabiendo de mi debilidad por “Las dos ingressa y el continente” (François Truffaut, 1971), cada vez que salía a colación esa pelicula me decían que tenia que leer esta “Dos inglesas y el continente” (Henri Pierre Roché, Libros del Acantilado, traducción de Carlos Manzano, prólogo de Antoni Marí), la novela de la que surgió el film, pero además en esta edición, me aseguraban que impecable. Por fin acudí a ella y anoche acabé su lectura.
Una de las cosas que se desprende de la película es la importancia que tienen en ella las cartas, la lectura de diarios personales. No podía suponer, no obstante, que la novela estuviera fabricada y articulada precisamente única y exclusivamente por estos elementos: No existe narración. Todo lo que aparecen son la sucesión, más o menos cronológica, de la correspondencia entre sus personajes y las notas de diario de los principales de ellos. A lo largo de la lectura, viendo todo ese entramado, me he dado cuenta de la enorme labor de selección y adaptación que hicieron Gruault y Truffaut, pues es verdad que su película se articula a través de unas cuantas y significativas cartas y entradas de diario, pero es una voy en off la que lleva en realidad la trama y las cartas y diarios no lo invaden, ni mucho menos, todo. Un todo, por otra parte, ahora veo que enormemente simplificado.
Roché diferencia a los personajes a través de su escritura. Apenas definido, quizás el más ajeno, el de Mrs. Brown, madre de las dos inglesas de inicios de siglo. Autoritaria, decisiva, con un carácter me pareció muy diferente que en la película, el de su amiga Claire, la madre de Claude. Directa, práctica y decidida, siempre dispuesta a adentrarse en el mundo artístico y en nuevos mundos, Anne. Con un lenguaje complicado, grafómana y extremadamente dubitativa, cambiando de opinión carta tras carta, e incluso dentro del mismo texto, Muriel. Y todo ocurriendo alrededor de Claude, el alter ego del escritor.
Si bien no me ha supuesto la novela el enorme descubrimiento que supuso para mis amigos, debo reconocer que, efectuada su lectura en pequeñas diócesis, cada noche antes de dormir, he obtenido como resultado la impresión de que la edición del libro es, en su globalidad, luminosa, meritoria, y que su lectura, además, con algún enfriamiento por su parte central, me ha resultado apasionante en su inicio y, desde luego, en toda su fluida parte final.
Los avances de unos personajes ya de por sí avanzados a su época, abiertos a un nuevo siglo, el XX, se te hacen evidentes, como si fueran el resumen de las conquistas por una nueva forma de vivir.

martes, 2 de abril de 2019

Bauhaus

El estudiante de arquitectura, que se ha refugiado como es de rigor de la carga de la policía en un portal con la joven estudiante de pintura, ve por casualidad los bocetos de su carpeta. Atraído por ella, le cuestiona no obstante que pinte como los pintores muertos. Debería, le dice, ser rompedora, dar rienda suelta a su imaginación como hacen en su escuela, pese a que sólo trascienda de ella su fama de comunista y reprochable moral.
Si los responsables de “Bauhaus” (Gregor Schnitzler, 2019), que ayer mismo anunció Filmin entraba a formar parte de su catálogo, son los que han puesto esas palabras en los labios de ese actor, uno se pregunta, sin obtener respuesta convincente, cómo, rodando el innovador mundo de la Bauhaus, han sido capaces de elaborar una película tan, tan, pero tan convencional, hasta el ridículo y el sopor.

Por suerte, mientras se va haciendo otra cosa, se puede ir mirando de tanto en tanto la pantalla, porque entre un tópico y el siguiente aparecen en ella los espacios y colores de la vieja Bauhaus de Weimar o de la nueva de Dessau y los luminosos diseños que surgieron de una y otra. Sale, por su nombre, el personaje de Gropius (dando un aparatoso y totalmente ilógico doble salto mortal su comportamiento) y la monilla protagonista (otro anzuelo para acudir a la horrorosa función, que te hace enfrentar también a la no mona pero simpática lesbiana, luego veremos que por causa de un trauma) fabrica por el principio los coloridos juguetes de Alma Siedhoff-Buscher para poder tener ingresos con los que seguir estudiando.

Si alguien hiciera el caritativo trabajo de seleccionar unas cuantas escenas en que aparecen esos espacios y obras, siempre reconfortantes, quitando de su banda sonora tanto el rastro de la tópica batalla de la protagonista contra las ideas conservadoras familiares como la frecuente repetición (estilo slogan) de venga proclamas en los diálogos con supuestos pensamientos progresistas de profesores y alumnos, quizás podría llegarse a ver el resultado sin resultar dañado por tanta ñoñería y estereotipo.