sábado, 5 de octubre de 2019

Al oeste de los railes

Los penetrantes travelling invernales del tren por un paisaje industrial que va convirtiéndose progresivamente en ruina.
Tenía una espinita clavada con respecto a Wang Bing. Cada vez que valoraba positivamente alguna de sus películas, alguien me respondía que la de las suyas que realmente estaba bien era la primera, la mastodóntica “Al oeste de los raíles” (2002). Yo no la había visto, y a ver cuándo se me ofrecería la oportunidad y yo dispondría de los 556 minutos que duraba para poderla ver.
Sergio Sánchez, que descubre todas estas cosas sin aparente esfuerzo, comentó el otro día que en Filmin había, por un tiempo limitado, la oportunidad de ver buena parte de su filmografía y, entre otras películas, ésta. Había llegado por fin la mía.
El dantesco trabajo que aún sigue en los altos hornos.
Al empezar, un largo travelling. La cámara, subida a una locomotora con sus raíles sobre la nieve, va adentrándose por todo un nocturno, invernal y viejo paisaje industrial, llegando a cruzar una calle principal de ciudad. Pero ya volveremos a ver estas hipnóticas escenas con amplitud en la tercera de las partes en que se divide la obra, la que lleva por título “Raíles”, centrado exclusivamente en el mundo ferroviario de la región, una religión industrial en proceso de desaparición del norte de China, en la que todas sus fábricas tenían un ramal ferroviario para carga y descarga.

Un obrero yendo a ducharse. En esta ocasión lleva una toalla a la cintura, quizás para llevarla cómodamente. Las más de las veces se quedan desnudos por completo, participando como tal cosa en la conversación, y pudorosamente un borrón difumina sus partes pudendas.
Previamente, la primera parte, la más larga, “Herrumbres”, se centra en las decrépitas instalaciones de un conjunto de siderúrgicas y los pocos obreros que ya trabajan en ellas, quienes van viendo cómo se va reduciendo su actividad, hasta quedar despedidos, sin trabajo. Cuando aún tienen algo de actividad muestran el dantesco mundo de los altos hornos (me volvieron, extremadas, las imágenes -casi de película de vanguardia soviética- de la antigua Torras Herrería en el Poble Nou de los años 70), al tiempo que me han permitido por fin poner imagen a lo que debieron ser los interiores de los enormes centros fabriles chinos de Albania, por los que pasamos sin detenernos.
Una de las múltiples áreas de descanso, ésta de las más apañadas, que aparecen en la película.
La segunda, “Vestigios”, por su parte, retoma la misma localización y tiempo, incluso alguno de los personajes previos, pero centrándose en esta ocasión en sus precarias viviendas y en cómo van asumiendo el irreversible proceso oficial de destrucción de su barrio, hasta ser -los afortunados- recolocaros en casas de pisos.
Uno de los callejones -éste muy amplio- donde viven los obreros que quedan y sus familias, de donde son progresiva pero inflexiblemente desalojados, a base de ser arrasadas con una excavadora sus precarias casas.
Como nos tiene acostumbrados en toda su obra, Wang Bing va siguiendo incansable, con su cámara al hombro, a sus personajes, entra y está con ellos en sus viviendas, trabajos, áreas de descanso. Parece increíble la claridad, sin pelos en la lengua, de los diálogos de éstos, con denuncias de los robos de los directores de sus fábricas, o la evidencia de sus propias triquiñuelas robando carbón con el que calentarse, de tal forma que se diría que ignoran su presencia con la cámara, pues hasta llegan a pasearse desnudos varías veces delante suyo sin ningún reparo. Pero si se piensa bien, es todo lo contrario: la presencia de Wang Bing se hace notoria en varias ocasiones, aunque en todo el metraje no aparezca, de hecho, más que su sombra. El perro del viejo Du vemos que ya se ha acostumbrado a ella, en algún momento ciertos personajes se dirigen a él, dispuestos a contarle su historia o incluso un ferroviario en una ocasión les dice a unos compañeros un alegre ¡Saludemos a la cámara!
Planteándose su futuro en una reunión, comentando cuánto dinero han dado a una u otra familia vecina.
Ahora que la China va camino de ser -si no lo es ya- la mayor potencia del mundo, lo que ha ofrecido Wang Bing con su película a las nuevas generaciones de sus paisanos (y al mundo entero) es un gigantesco monumento, gracias al que podrán ver de dónde venían, en qué penosas condiciones vivían y trabajaban sus antecesores.
Los habitantes empiezan a expurgar todo lo aprovechable.

Y se lo llevan para su venta o para usarlo en su nuevo hogar.


En la que debe ser la escena posiblemente más enternecedora de la película, en su tercera parte, el chico de 17 años de la derecha (del que unos ferroviarios han comentado entre sí previamente que no ha crecido bien por la escasa y mala alimentación recibida), recupera a su padre, el viejo Du (el de la izquierda), tras una semana en calabozo por su pillaje de carbón para calentarse un poco en el mísero sitio donde viven e, incapaz de superar la tensión vivida al encontrarse por primera vez solo, estalla en lloros y empieza a pegarle, en lo que parece una crisis esquizofrénica.

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