Una de esas extrañas coincidencias ha hecho coincidir el estreno de “O que arde” (Oliver Laxe, 2019) en Barcelona con esos otros fuegos que atormentan la ciudad por las noches. Eso hace que viéndola enlaces inconscientemente una cosa con la otra y al ver pasar en la pantalla la escavadora abriendo un cortafuegos crees estar viendo el botijo que abría paso a los furgones de la policía entre el fuego...
Iba a ir a media tarde al Melies, que lo tengo relativamente cerca de casa, pero he visto en la convocatoria de Facebook que a esa misma hora pasarían la película en el Zumzeig con la presencia de Oliver Laxe, y aún con riesgo de luego tener problemas para regresar a casa, he optado, para poder oírle, por esta segunda opción.
No ha sido muy buena elección, salvo por el hecho de que la proyección del Zumzeig es de lo mejorcito de Barcelona y que a la salida he podido pescar una bici y no me he visto envuelto en ningún follón: Pero antes el Bicing estaba vacío, el metro tenia cerrados los accesos a la Estación de Sants y te obligaba a dar un buen rodeo y -lo peor- en la taquilla me han dicho que la presentación de Oliver Laxe había sido sólo el primer día, siendo lo indicado en FB un error de la distribuidora.
Lo que sí había era un numeroso público no habitual de la sala. Pronto se ha visto que eran paisanos de la zona de la provincia de Lugo donde se desarrolla la trama de la película. Lo malo es que no era, digamos, un público acostumbrado a estar callado. La señora de atrás mío tenía a bien recalcar todos los descubrimientos que iba efectuando, como la aparición de un autobús de línea de De la Riba, el pueblo donde va el protagonista a tomar una cerveza, cosas así. Otra vecina describía a su compañera todo lo que se iba viendo (¡Niebla! ¡Nieve! ¡...!) y alguna que otra escena. Y lo peor es que el grupo contaba con unos cuantos niños, que se mostraban divertidos y dicharacheros.
Por suerte, las escenas iniciales (que dejan ver, como otros planos generales de después, la mano de Mauro Herce), en los que se ve el fantasmagórico avance de una excavadora, entre el polvo ocasionado y el ambiente nocturno, volcando altos eucaliptos uno tras otro como si fueran cañas, hasta toparse con el gigantesco tronco de un castaño o de un veterano árbol autóctono, es de una fuerza que entra superando cualquier distracción ambiental.
Luego el mismo desarrollo de la película, con esa madre que se mueve como un gato montés, esas tres o cuatro vacas y un perro muy expresivo, han ganado la atención de la audiencia, ya más controlada en sus expansiones, salvo -y puede estar justificada- la exclamación colectiva de casi toda la platea cuando han descubierto que en el bar, como extra, aparecía nada menos que la Manuela.
La película me ha parecido impecable, definiendo con unas pocas pinceladas toda una situación, hasta la aparición del fuego, que me pensaba abarcaba casi todo el metraje, y el colofón final, que no es que esté mal, pero me ha dado la impresión de así como resuelto precipitadamente.
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