viernes, 16 de noviembre de 2018

Los amantes crucificados

Inicio de la impresionante escena de la barca en el lago.
Me imagino a algún surrealista que sobreviviera en 1955 viendo en Cannes “Los amantes crucificados” (Kenji Mizoguchi, 1954). Ellos, que habían valorado películas de amores desatados, de esos que van más allá de la muerte, habrían sin duda reaccionado con entusiasmo ante esta exótica película, llegada del Extremo Oriente en el momento en que se empezaba a conocer y estimar en Occidente el cine japonés.

Últimamente desbordado, habiendo dejado demasiado olvidada a L’Alternativa, con trabajos pendientes por todos lados, me alegro de haber atendido al menos al reclamo de Mizoguchi, con ésta una de sus películas más renombradas.
El patrón queriendo meter mano a la criada.
A mi entender se distingue de las demás suyas por varias razones. Me ha sorprendido, por ejemplo, al margen de en los típicos títulos de crédito, en que aparece en forma de percusión muy tradicional, la irrupción, tan sutil, de una música muy suave, por un corto espacio de tiempo, cuando ya llevábamos buena parte del metraje consumido. O el ritmo de la película, muy bien articulado, pero todo punteado con pausas, silencios, que no recuerdo en él como habituales.
La cuña dramática de la condena a la crucifixión de unos amantes adúlteros.
Un juego, toda una cadena de amores no correspondidos nos son presentados de buen principio. La criada ama secretamente al artesano, quien ama secretamente a la mujer de su patrón, un hombre muy burdo enriquecido por tener la exclusiva en todo el país de los calendarios familiares y que, a su vez, acosa sexualmente a la criada, cerrando el círculo.

Hay entonces un momento que rompe la placidez narrativa -dos adúlteros exhibidos públicamente, condenados a ser crucificados- y anuncia la amenaza que pende sobre quien pone en entredicho el honor de la gente poderosa. Pero el film entra entonces sorprendentemente en una etapa con unas formas que podrían corresponder a un vodevil: personas que suplantan a otras, equívocos...
Los finalmente amantes, rendidos por el cansancio.
El amor apasionado y correspondido va tomando cuerpo paulatinamente, desde la nada, hasta la dramática etapa final del film, presidida por algún momento con planos -como los del lago, o la desesperada persecución de ella a su amante- cuya estética deja boquiabierto. Y siempre la impresión de que se trata de un film que trasmite, pese al drama que se cuece en él, sensaciones de serenidad, hasta de majestuosidad, apoyadas, de tanto en tanto, por pequeñas cuñas de música.
Un peliculón, de la época de madurez de Mizoguchi.

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