domingo, 18 de noviembre de 2018

Funerailles. L’art de mourir


Aunque tenía ganas de volver a ver los deslumbrantes exteriores del “Mikael” de Dreyer, para no salir de vacío de L’Alternativa sin conocer nada de Boris Lehman he ido finalmente a ver la parte final de su testamento, sus funerales. Es decir: “Funerailles. L’art de mourir” (2016).
La primera imagen nos muestra al realizador, cual Ofelia, en una charca. Pero no está muerto, sino maltrecho. Se encuentra con Cannelle, su precioso perro, con el que se da grandes abrazos. Poco después, con un amigo en un café parisino, como quien no quiere la cosa, desarrolla toda una teoría sobre la mirada y la imagen. Pero como nos comenta se dirige a la desaparición, a ser un fantasma.

Empiezan entonces una serie de secuencias que nos indican que su personaje (él mismo, que coloca la cámara -fija- a unos tres metros, para filmarse) se va desprendiendo de todo lo terrenal. Cajas enteras en su estudio (con una placa exterior que indica “Ici le cinéaste Boris Lehman ne fait que passer ”) mientras por la tele el rey Balduino anuncia su abjuración, también la yedra que envuelve el edificio.

Él mismo va a probar y se deja aleccionar por un vendedor de ataúdes sobre las características de cada uno de ellos. Pero siguen los desapegos, deshacerse de todo. Sobre unos libros -todos de Kafka- tirados por el suelo y a los que se prende fuego, oímos la famosa carta a su amigo Max Brod, encargándole la destrucción de su obra. Más adelante vemos cómo lanza desde un búnker de una playa de Normandía las latas de sus películas.

Con ese apellido, Lehman no podía ser sino judío, y se deja hacer entonces todos los ritos de muerte debidos a uno de ellos. Sigue luego un festivo y colorido cortejo fúnebre, todos sonrientes, en el emplazamiento de Waterloo, convertido en un campo de patatas. El enterramiento y discurso fúnebre acaba la ceremonia. Hay, sin embargo, él sentado delante de sus latas de films, un epílogo, serio, en el que confiesa que toda su vida ha sido una función, y enviando a todos, para romper la tendencia usual en estos casos, a la porra.

Pero ahí, ya casi con los créditos finales, ha cedido a la tentación y rueda un plano de una amiga, destacada centralmente con el resto del cuadro oscurecido, que canta “Le temps des cerisses”. Por un momento, con ese emotivo himno a la belleza del tiempo pasado, me he creído en un funeral de esos laicos a los que últimamente he asistido.
Curioso personaje, éste Boris Lehman.

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