Si no fuera por su banda sonora (diálogos y música) totalmente descontrolada, "L'or des mers" (1932), el poema bretón de Jean Epstein que me faltaba por ver, sería en mi opinión uno de sus mejores logros.
En esta ocasión el hilo argumental es un poco más consistente que habitualmente: Un viejo y su hija viven de la mendicidad en una isla, despreciados por sus vecinos, hasta que un supuesto tesoro procedente de un naufragio, que él recoge de la marea, cambia radicalmente la predisposición de todos hacia ellos. A él le invitan a comer y beber y uno se enamora de la hija. Pero el argumento sigue siendo simplemente un pretexto para mostrar la vida en la costa de Bretaña. Aparecen así los cotilleos de las mujeres en el lavadero, los niños en pandilla curioseando tras los cristales o las habladurías de la taberna del cura, en la que éste, velando por el negocio y la estabilidad emocional de la parroquia, ha puesto un letrero taxativo de que no se dará vino a quien no coma.
Epstein ofrece sus imágenes del mar como fuerza poética imparable, o primeros planos que saben obtener de unos actores que no parecen en absoluto profesionales sentimientos como los de la hija que ve la llegada a su vida de un enamorado como un auténtico milagro, e introduce en esta película varios planos extraordinarios, que dejan boquiabierto, como el del cura de la foto o aún más extremados, en los que un minúsculo personaje evoluciona en la enorme amplitud del paisaje.
Ni que decir que, aunque acaba bien, está a punto de finalizar como "El tesoro de Sierra Madre".
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