No había visto ninguna película de Ricardo Íscar, a quien una fuente muy fiable me había elogiado. Tampoco he trabajado nunca en una mina, pero tras haber visto hoy “Tierra Negra” (R. Íscar, 2004) creo conocer bastante más sobre el tema.
Arranca con ruidos potentes: una máquina que tala y pela pinos del bosque, que luego sabremos que sirven para ir apuntalando las galerías; el ascensor que desciende por una chimenea hasta lo más profundo de la mina; el carromato que lleva hasta las vetas de carbón en explotación.
Nos mantenemos en la oscuridad durante la primera media hora, y otras largas secuencias posteriores, por lo que las salidas al exterior marcan un contraste, voluntario, entre infierno y cielo. En el exterior, un antiguo minero sigue por la nieve las huellas de los animales, mientras oye y contesta a las aves que ahora protege. O un minero sale a pasear y conversar emocionado con su hijo, que quiere aprenderlo todo.
Los mineros tienen siempre presentes y hablan de los accidentes que se han llevado a unos cuantos de sus compañeros, lo que no extraña al espectador que puede apreciar que los niveles de seguridad en que trabajan son mínimos. Pese a las exclamaciones de alguno de ellos (“¡Tranquila!”) la tierra se agita con sus extracciones, y vomita y arrastra con estrépito piedras enormes, mientras Íscar o su director de fotografía lo registran. Están ahí mismo. No se les ve ni se les oye, pero se distingue la luz de su casco.
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