domingo, 6 de octubre de 2019

Colette


Contemplación en mortecina sesión de sobremesa de domingo de “Colette” (Mash Westmoreland, 2018), que responde muy fielmente al arquetipo del “trabajo esmerado del equipo de producción”. En un momento dado, el matrimonio formado por Colette y Willy, su aprovechado primer marido, visitan una casa de campo que acaban de comprar con el anticipo de una novela de la serie de “Claudine”.

En ese momento se me abren, incrédulo, los ojos. Ella pasa a una habitación en la que tres hombres están puliendo, cepillos en ristre, el parquet. Es literalmente el cuadro de Caillebotte animado.

A partir de ese momento me habría gustado que los detectores de imágenes no fueran la pieza más retrasada del actual mundo digital, para ir viendo qué famosos cuadros, cuyas imágenes hacen que cantidad de planos te resulten familiares, han ido usando para que la gente salga del cine diciendo: ¡Qué bien retratado está el ambiente del principio del siglo XX”
Algún plano no está sacado de un cuadro, sino de una fotografía de la época de la pareja.

Irene Jacob en el barrio Mazarin

Irene Jacob y Vincent Perez en un alto junto a la Fontaine des 4 dauphins.
Es quizás el barrio de Aix-en-Provence que más me gusta. Limitado al norte por el Cours Mirabeau (habrá que esperar unos treinta años a que crezcan y se hagan frondosos los nuevos árboles de la clapa actual debida a los majestuosos que tuvieron que retirar). Iniciado en el siglo XVII por el obispo Mazarin, hermano del cardenal, por él se respira el ordenado aire del XVIII.
La Fontaine des 4 Dauphins, en la encrucijada central del barrio, en la actualidad.
Fue por él donde Antonioni/Wenders ambientaron el cuarto y último capítulo de su “Más allá de las nubes”. (1995). Vincent Pérez cree conseguir, fruto de ese paseo nocturno por un barrio casi mágico, el consentimiento de Irene Jacob a pasar la noche con él. Recorren sus solitarias calles, se paran a seguir su conversación junto a la Fontaine des 4 Dauphins, vuelven a recorrer unas calles que devuelven el eco de sus pasos,... hasta que llegan al edificio donde parece vivir ella. Él le sigue por la escalera hasta la puerta de la casa, que ella abre...
La rue Cardinale. Al fondo, la Fontaine des 4 Dauphins.
Traiciones de la memoria: creía que el actor era John Malkovich. Ahora veo mi error: hacía de director y a su modo relator del film, observaba, dando juego, eso sí, a un travelling vertical en ascenso y descenso por la fachada del pequeño hotel, en el mismo barrio de Mazarin, con el que acababa la película.

La plaza de la Iglesia gótica en la que entra la pareja.

sábado, 5 de octubre de 2019

Al oeste de los railes

Los penetrantes travelling invernales del tren por un paisaje industrial que va convirtiéndose progresivamente en ruina.
Tenía una espinita clavada con respecto a Wang Bing. Cada vez que valoraba positivamente alguna de sus películas, alguien me respondía que la de las suyas que realmente estaba bien era la primera, la mastodóntica “Al oeste de los raíles” (2002). Yo no la había visto, y a ver cuándo se me ofrecería la oportunidad y yo dispondría de los 556 minutos que duraba para poderla ver.
Sergio Sánchez, que descubre todas estas cosas sin aparente esfuerzo, comentó el otro día que en Filmin había, por un tiempo limitado, la oportunidad de ver buena parte de su filmografía y, entre otras películas, ésta. Había llegado por fin la mía.
El dantesco trabajo que aún sigue en los altos hornos.
Al empezar, un largo travelling. La cámara, subida a una locomotora con sus raíles sobre la nieve, va adentrándose por todo un nocturno, invernal y viejo paisaje industrial, llegando a cruzar una calle principal de ciudad. Pero ya volveremos a ver estas hipnóticas escenas con amplitud en la tercera de las partes en que se divide la obra, la que lleva por título “Raíles”, centrado exclusivamente en el mundo ferroviario de la región, una religión industrial en proceso de desaparición del norte de China, en la que todas sus fábricas tenían un ramal ferroviario para carga y descarga.

Un obrero yendo a ducharse. En esta ocasión lleva una toalla a la cintura, quizás para llevarla cómodamente. Las más de las veces se quedan desnudos por completo, participando como tal cosa en la conversación, y pudorosamente un borrón difumina sus partes pudendas.
Previamente, la primera parte, la más larga, “Herrumbres”, se centra en las decrépitas instalaciones de un conjunto de siderúrgicas y los pocos obreros que ya trabajan en ellas, quienes van viendo cómo se va reduciendo su actividad, hasta quedar despedidos, sin trabajo. Cuando aún tienen algo de actividad muestran el dantesco mundo de los altos hornos (me volvieron, extremadas, las imágenes -casi de película de vanguardia soviética- de la antigua Torras Herrería en el Poble Nou de los años 70), al tiempo que me han permitido por fin poner imagen a lo que debieron ser los interiores de los enormes centros fabriles chinos de Albania, por los que pasamos sin detenernos.
Una de las múltiples áreas de descanso, ésta de las más apañadas, que aparecen en la película.
La segunda, “Vestigios”, por su parte, retoma la misma localización y tiempo, incluso alguno de los personajes previos, pero centrándose en esta ocasión en sus precarias viviendas y en cómo van asumiendo el irreversible proceso oficial de destrucción de su barrio, hasta ser -los afortunados- recolocaros en casas de pisos.
Uno de los callejones -éste muy amplio- donde viven los obreros que quedan y sus familias, de donde son progresiva pero inflexiblemente desalojados, a base de ser arrasadas con una excavadora sus precarias casas.
Como nos tiene acostumbrados en toda su obra, Wang Bing va siguiendo incansable, con su cámara al hombro, a sus personajes, entra y está con ellos en sus viviendas, trabajos, áreas de descanso. Parece increíble la claridad, sin pelos en la lengua, de los diálogos de éstos, con denuncias de los robos de los directores de sus fábricas, o la evidencia de sus propias triquiñuelas robando carbón con el que calentarse, de tal forma que se diría que ignoran su presencia con la cámara, pues hasta llegan a pasearse desnudos varías veces delante suyo sin ningún reparo. Pero si se piensa bien, es todo lo contrario: la presencia de Wang Bing se hace notoria en varias ocasiones, aunque en todo el metraje no aparezca, de hecho, más que su sombra. El perro del viejo Du vemos que ya se ha acostumbrado a ella, en algún momento ciertos personajes se dirigen a él, dispuestos a contarle su historia o incluso un ferroviario en una ocasión les dice a unos compañeros un alegre ¡Saludemos a la cámara!
Planteándose su futuro en una reunión, comentando cuánto dinero han dado a una u otra familia vecina.
Ahora que la China va camino de ser -si no lo es ya- la mayor potencia del mundo, lo que ha ofrecido Wang Bing con su película a las nuevas generaciones de sus paisanos (y al mundo entero) es un gigantesco monumento, gracias al que podrán ver de dónde venían, en qué penosas condiciones vivían y trabajaban sus antecesores.
Los habitantes empiezan a expurgar todo lo aprovechable.

Y se lo llevan para su venta o para usarlo en su nuevo hogar.


En la que debe ser la escena posiblemente más enternecedora de la película, en su tercera parte, el chico de 17 años de la derecha (del que unos ferroviarios han comentado entre sí previamente que no ha crecido bien por la escasa y mala alimentación recibida), recupera a su padre, el viejo Du (el de la izquierda), tras una semana en calabozo por su pillaje de carbón para calentarse un poco en el mísero sitio donde viven e, incapaz de superar la tensión vivida al encontrarse por primera vez solo, estalla en lloros y empieza a pegarle, en lo que parece una crisis esquizofrénica.

viernes, 27 de septiembre de 2019

Amanecer

Solo he encontrado esta regular captura (y otra más pequeña en la que se ve más la locomotora) de esa impresionante -por su fuerza- escena inicial del film. Vista en la gran pantalla del Phenomena, en copia de total nitidez, no hay color...

No hay que desdeñar las ocasiones que se brinden de ver “Amanecer” (“Sunrise: A song of two humans”, F. W, Murnau, 1927), película de la modernidad, la puesta en escena y la emoción a raudales, en óptimas condiciones. Ayer Phenomena ofrecía una sesión -lo había hecho otra vez hace un mes- en esas condiciones...
El casi cartel publicitario de líneas marítimas. No he encontrado capturas de la llegada de la barca con veraneantes a la aldea.
En esta ocasión, además de admirarme de esos prodigios de transfiguración emocional del campo en la ciudad como centro de excitantes placeres y de la ciudad en el campo como remanso de paz y felicidad, además de -como viniera a decir también Eustache en su “La maman et la putain”- sufrir y gozar de los acusados contrastes entre la noche y el día, de tantas cosas que el film de Murnau (¡qué empobrecimiento el de la historia del cine sí de ella desapareciera este cineasta!), me he fijado sobre todo en las escenas de modernidad, de las que denotan, lejos del cartón piedra de la aldea, lo que “Amanecer” tuvo de reflejo de una época radiante, si bien es verdad que conduciéndose directamente hacia la hecatombe.
Nuestra pareja llegando a la sala de fiestas...
Así, bebí como nunca, una vez más, de todas las escenas que tienen a la plaza de esa ciudad repleta de tráfico como protagonista, pensando que tenía que repasar en “Los proverbios chinos de F. W. Murnau” lo que explica Luciano Berriatúa sobre de dónde salió, cómo obtuvo esa ciudad que, siendo norteamericana en sus elementos ocupantes (los coches, los policías, las otras personas, algún neón), tanto tiene de alemana o centroeuropea.
Y ya instalados para cenar tirando la casa por la ventana.
Pero, sobre todo, se me fueron los ojos en esas escenas iniciales de la estación y, poco después, de la mención al turismo y la llegada del barco repleto de turistas a la aldea ribereña, así como, ya traspasada su media parte, la vorágine del parque de atracciones y restaurante sala de fiestas. Intentaba asumir las impresiones no que me causaban hoy en día a mí como luminoso reflejo de una estética art decó, sino las que pudieron llegar a causar en los espectadores de su momento. La potencia de ese tren surgiendo en diagonal de uno de los múltiples estratos de la moderna y transparente estación (con una imagen similar a la obtenible desde una terraza superior de la actual Berlin Hauptbahnhof), la silueta de esa bañista recortándose sobre una playa con la estética de los sofisticados carteles turísticos de entonces e inmediatamente después esa otra mujer en el barco sobre la imagen de la iglesia y las tres casas de la aldea, el inacabable panorama de ocio de ese centro nocturno,...
La ciudad por la noche...
Sí Leopoldo Pomés decía que le gustaban las fotografías que no se le acababan, qué no podría decir de este “Amanecer”...
Y por el día.


jueves, 26 de septiembre de 2019

Krzysztof Kieslowski: l’m so so


Vas aplazando las cosas y al final casi te coge el toro. Este domingo acaba “Krzysztof Kieslowski: Emprentes de la memoria” en la sala de exposiciones de la Filmoteca y casi me la pierdo. Me habían hablado muy bien de sus fotografías de su época de Lodz (ya llegará) y del documental que sobre él pasaban en una salida anexa a la de exposiciones.
Como el documental (“Krzysztof Kieslowski: l’m so so”, de Krzysztof Wierzbicki, 1995 -con lo difícil que se hace eso de escribir Krzysztof, hay que ver la manía que tienen esos polacos como Kieslowski y otros de sus colaboradores de llamarse así-) dura casi una hora, a aguantar en una muy estoica banqueta sin respaldo, conviene ir preparado, pero yo diría que resulta imprescindible para quienes hayan gustado en algún momento del realizador.
Anoté en un momento de su metraje algo que luego vi que daba pie al enigmático título. Wierzbicki le pregunta por cómo se siente por el extranjero y él deja claro que como un extraño, tranquilizándose cuando vuelve (volvía...) a Polonia. Cuando habla de su relación con los norteamericanos, les afea sus exageraciones:
- Hablo con mi agente en Estados Unidos y la conversación se inicia así: ¿Cómo estás? -le pregunto.
- Extremely well
- No le basta con decirme “well”, no. Me tiene que decir que “extremely well”. En cambio yo ni siquiera estoy bien. Me siento lo que ellos definen como “so so”.

Fotografías de Kieslowski






A parte del documental, en la sala de exposiciones de la Filmoteca hay (solo hasta este domingo) más cosas alrededor de Kieslowski. Una son los carteles de sus películas. Salvo los de su trilogía se trata de ejemplos del cartelismo polaco al que, sin quitarle mérito artístico -y ésta es una discusión que ya he mantenido muchas veces por aquí con José Luis Márquez- yo siempre les pongo el pero a sus piezas de que me resultan totalmente ajenas a la película a la que en teoría quieren representar.
La otra cosa es una selección de las fotografías que el realizador polaco hizo cuando estuvo, en sus primeros tiempos, viviendo en Lodz. Y éstas si que me resultan muy interesantes. En blanco y negro, casi siempre invernales, me da la impresión de que, además de retratar una sociedad, delatan estar hechas por una persona con una mirada particular.
Mirando las fotos me encontré a Julio Lamaña, que parecía, recién aterrizado, querer ir asentándose.







 

miércoles, 25 de septiembre de 2019

La hermana de Jouve pasea en bicicleta por el Pont du Gard


Siguiendo el consejo de Sergio Sánchez, puesto que la imagen de Bernardette Lafont paseando en bicicleta por el Pont de Gard que encontraba por Internet no me acababa de convencer, ni corto ni perezoso me he ido a pasar “Les mistons” para hacer una captura de pantalla a mi satisfacción.

Conclusión: La escena debe ser de unos diez segundos. Para sacar las dos fotos que, sin ser del todo lo que buscaba, he acabado -por desesperación- sacando, habré visto la escena -más trozos de delante y detrás, porque el ajuste no es lo preciso que quisiera- en unas 17 ocasiones y hecho unas 43 capturas de pantalla, ninguna perfecta. En una la cabeza de Bernardette se escapaba por arriba, en otra las turistas que paseaban por el puente lateral quedaban demasiado lejos, en otra la bici quedaba tan torcida que parecía iba a caerse... Hasta he debido renunciar -después de unos nueve intentos- a captar justo el momento en que la cámara que recoge la vista del Pont du Gard está quieta: siempre pescaba la imagen con la panorámica ya iniciada.

En fin. Dejados esos problemitas al margen, decir que el recuerdo del cortometraje de Truffaut es de lo que más te acerca hoy en día a un monumento que ejerce como lo ejercen hoy en día los monumentos: como punto de atracción y explotación de la atracción. Recuerdo haber paseado casi casi como las turistas con las que se cruza la hermana de Jouve, pues sin ningún impedimento te podías acercar al acueducto.

Ahora debes dejar el coche en un enorme aparcamiento, caminar hasta un más enorme aún centro de recepción lleno de tiendas donde comprar la -cara- entrada y luego desplazarte un buen trecho por un camino hasta dar, entonces si, con el puente. Desde ese puente adosado se puede ver bien -pero no subirse como en el cortometraje, ni tocarlo- el acueducto, que conserva grafittis e inscripciones centenarias y a uno y otro lado los remansos del rio, que aprovecha la gente para pegarse un buen remojón.

martes, 24 de septiembre de 2019

Tess



De todo el ciclo Polanski de la Filmoteca, la película que más me apetecía volver a ver era “Tess” (1979). Esta tarde esperaban sus tres horas.

Mi vecino de dos o tres filas más adelante iba moviendo la cabeza al compás de la música (Philippe Sarde) de sus genéricos, en los que de vez en cuanto sonaba, aislado, un trombón. Acabados los genéricos, y con ellos la música orquestal, la caravana de gente que se ha ido viendo llegar por un camino estaban mucho más cerca y ya sólo se oían unos cuantos rudimentarios instrumentos de viento, como continuación de esos trombones que luchaban por hacerse oír antes. Corresponden a una limitada banda musical que precede a las que vienen, todo mujeres, sobre todo jovencitas, vestidas de blanco y con una corona de flores en la cabeza.

En la pantalla, discreta, aparece entonces una dedicatoria: “To Sharon”.

Por el camino llega entonces un hombre huesudo que dirías lleva dentro del cuerpo, de forma habitual, un buen porcentaje de alcohol. Se cruza con un reverendo a caballo por el que se entera de que su familia desciende de otra aristocrática del lugar, ya desaparecida. Entre esto y el baile a la hora bruja en el campo vecino de las muchachas de blanco con uno de los tres jóvenes ajenos a todo que pasaban por ahí, sin comerlo ni beberlo se nos plantean las bases de todo lo que vendrá después.

Pero más allá de su peripecia argumental (un folletín del renombrado Thomas Hardy que en la pantalla tiene la suerte de encontrarse con una guapísima Natassja Kinski), lo que verdaderamente me interesaría sería ver los modelos pictóricos que, sin duda, manejaron Polanski y su equipo para establecer unas cuantas escenas en esa enorme pantalla panorámica. Así, la siega con sus tonos dorados, la cacería entre la niebla, la recolección en el helado campo de remolachas (o lo que fueran), el trabajo junto a la trilladora o esa misma silueta en la playa invernal. Lamentablemente, aunque se diga eso de que “todo está en internet”, no ha habido forma de dar con esas imágenes para colgarlas por aquí.

jueves, 12 de septiembre de 2019

Madrid


Dos preguntas me voy haciendo durante la visión hoy del “Madrid”, de Basilio Martin Patino. Una primera es si tenía en su momento (1987), con sus imágenes desordenadas -que dice un personaje-, con su entonces inusual metacine, con su aspecto más televisivo que cinematográfico, alguna posibilidad de éxito. Una segunda es qué habría hecho hoy en día Patino si se hubiera o le hubieran propuesto una película con la misma ciudad de Madrid de protagonista.
En la película, un realizador alemán (el Rüdiger Vogler de Wenders) recorre en la actualidad (años 80) la ciudad confrontándola con la que resistió -el famoso “¡no pasarán!” de 1937- en una época que ya parece lejana y sólo permanece en las historias de los abuelos (Luis Ciges). Así, ante el acceso al templo de Nebod, para su coche, saca de una carpeta unas cuántas fotos del asalto al Cuartel de la Montaña y, con dificultades, se pregunta con qué ángulo, en qué preciso lugar, estarían sacadas.
Las preguntas, voy cogiendo experiencia en ello, son retóricas. La película fue un buen fracaso en su día (aunque ahora veo que ha alcanzado con el tiempo la cifra nada despreciable de 80.000 espectadores) y Patino no la puede hacer ahora, porque ya murió. Lo más parecido a lo que se enfrentó en sus últimos tiempos fue “Libre te quiero” (2012). Si en vez de esa hubiera intentado volver a atacar el tema, se habría encontrado con una ciudad de Madrid muchísimo más cambiada, ya sin huella alguna recuperable de todo ese pasado. Y con Luis Ciges también ya desaparecido.

martes, 10 de septiembre de 2019

Nathalie... Nathalie X

¡Pues no se encarnizaron ni nada las críticas con “Nathalie... Nathalie X” (Anne Fontaine, 2003, ahora en TV5Monde) en el momento de su estreno! Y, sin embargo, es una película poseedora de unos entramados que me resultan atractivos y ciertos detalles de realización que también. Ahora llego.
La grabé no muy convencido, porque su realizadora me suele resultar, cómo decirlo, muy convencional, pese a los detalles modernos que intenta introducir. Y lo hice porque estaba protagonizada por Fanny Ardant, Emmanuelle Béart y Gerard Depardieu.

La casi unánime posición crítica opuesta a la película puede resumirse en dos o tres grandes razones: una su previsibilidad, otra cierta artificialidad de su puesta en escena, una tercera su conclusión, digamos, favorable a un cierto orden establecido. Pero es licito preguntarse si ese desenlace no está, sotto voce, ya mostrado de forma evidente por la misma realización de la película. Por otra parte, alguna de esos elementos artificiosos me pregunto si no serán precisamente los que me la acercan a formas de gente como un Michel Deville, dicho eso a favor. Por último, ese final también puede llegar a interpretarse, paradójicamente, como un camino hacia una cierta libertad personal de actuación.
Los títulos de crédito me han hecho prestar más atención a la película que la que tenía prevista: resulta que tiene como coguionista a Jacques Fieschi, que ha ejercido como tal en películas de gente como Olivier Assayas, Benôit Jacquot o Claude Sautet. Es verdad que también de Nicole Garcia. Viendo ahora la película y teniendo reciente alguna de las últimas de Sautet en las que Fieschi ejerció como guionista, atas cabos y confirmas su enorme influencia. No en vano Depardieu dice en una de las primeras escenas sobre un personaje, afeándoselo, que, como el de “Un coeur en hiver”, “tiene miedo a una verdadera relación”.

He pescado también uno de esos raccords muy similar a los que frecuentemente hace Michel Deville, acelerando la transmisión entre causa y efecto, si bien es verdad que la relación con Deville -y aquí sin Jacques Fieschi por el medio- la encuentro mucho más evidente con la trama argumental de un “Le mouton enragé”, por ejemplo.

miércoles, 4 de septiembre de 2019

Édith Scob


Ha pegado un bajón tan grande “Les Inrockuptibles” que hasta debería plantearme no renovar su suscripción, aunque no creo que lo haga, por aquello de que la tengo desde que iniciaron sus números semanales y porque de vez en cuando surge algo de interés.
Pero si bien antes me solía interesar todo salvo lo dedicado a música (y aún, porque inicialmente escribían de música clásica, Brian Eno, jazz, bandas sonoras,...), ahora han dejado de llamarme la atención hasta sus páginas de cine, haciendo que sólo la de libros y algo la nueva de cuestiones sociales y políticas conserven para mí de tanto en tanto algún interés.
Tomemos por ejemplo el número 1231, de la primera semana de julio. Se te cae de las manos. Se anuncia como “Especial Series”, pero atendiendo a lo que contiene ves que habla de cosas que a la revista de los 90 le habría dado vergüenza tratar. O, peor aún, basta mirar la última página, dedicada hace mucho a recomendaciones (“best of”) y mirar cuáles son los cinco títulos de
actualidad que incluye, con las razones que dan para ello: no iría a ver ninguno de ellos.
¿Qué me ha resultado atractivo del número? Pues su recuerdo y homenaje a Édith Scob, la singular actriz francesa, con motivo de su fallecimiento: Incluye dos fotografías de dos películas en las que llevaba incorporada una máscara: “Les yeux sans visage” del gran Georges Franju, 1960 (de la que dice Jean-Marc Lannane que los trazos de su cara sólo aparecían escasos momentos, en los que su rostro se revelaba tan enigmático como la máscara que lo recubría, llegándose a confundir uno y otra entre sí) y “Holly Motors” de Leos Carax, 2012, donde, según también Lennane, el realizador pone en escena majestuosamente toda la memoria cinéfila de la actriz, colocándose al final de su jornada como chófer de limusina una máscara...y perdiéndose en la noche.