viernes, 25 de julio de 2025

Fahrenheit 451


Paul Newman, Jean-Paul Belmondo, Charles Aznavour, Paul Newman de nuevo, Robert Ryan, Peter O’Toole, Terence Stamp y quizás algún otro que se me ha despistado fueron los diferentes actores que los proyectos de tirar adelante “Fahrenheit 451” (François Truffaut, 1966; ayer en la Filmoteca) pensaron para el papel de Montag, que finalmente interpretó Oscar Werner. Un Oscar Werner, todo sea dicho, que acabó desquiciando a Truffaut durante el rodaje…
Quizás sea ese largo proceso, que se inició al principio de 1961 y tuvo que irse aplazando al no concretarse las posibilidades de producción y localización -Francia, Estados Unidos, donde sea, para acabar en Londres- barajadas, el que haya llevado a una de las películas más singulares y diferenciadas, pero también depuradas, de François Truffaut.
Entiendo que los diferentes guiones que fueron existiendo para la adaptación del libro de Ray Bradbury (con co-guionistas como Marcel Moussy o Claude de Givray, hasta volver al definitivo Jean-Louis Richard) fueron perfilando la película para todos esos actores ya medio comprometidos, pero también despejándola de paja hasta llevarla a su esencia, que ayer vi como un cuento muy, por no decir del todo, redondo.
No hizo Truffaut, a mi entender, en toda su filmografía, ninguna película más fría… a la vez que viéndola se va intuyendo que corre de forma subterránea (más allá de esa semi-afloración onanista, con la mayoría de la población acariciándose a sí misma continuamente) todo un calor, una pasión que acabarán extallando en su famoso final cuento de hadas hermoso donde los haya. Un final, por cierto, que ayer me hicieron ver reincide en otros finales de Truffaut, también localizados en sitios alejados de la aglomeración urbana, cerca de la naturaleza, en la nieve, casi como último refugio a lo Nicholas Ray donde aún se puede cumplir el deseo insatisfecho hasta el momento.
Pero la frialdad general se percibe desde esos títulos de crédito iniciales sin letras, sino retransmitidos por las ondas, como en algún film de Godard, en la inexpresividad de esas mujeres pegadas a las pantallas adoctrinadoras, en esos espacios sin aglomeraciones, esas casas aisladas o en ese cuartel general de los bomberos, con muy desnudas estancias en las que resuenan los pasos.
La estética de la película, por otro lado, no deja de ser muy British de esos años. Ayer, ese coche de bomberos yendo a su cometido, me recordó el dispositivo que aparecía en el reducto donde estaba “El prisionero” de la serie sesentera cuando algún recluso intentaba escapar.
En una carta a Helen Scott decía Truffaut que “debido a Hitchcock” (los sucesivos atrasos en la elaboración de la película arrastraron a Truffaut a una situación financiera comprometida, de la que quiso salir haciendo de forma rápida “La peau douce” pero, antes a meterse de lleno, para aprovechar el parón, en la elaboración del libro con Hitchcock) había hecho el guión “con voluntad, si no de suspense, de tensión bastante continua; hay más violencia que en el libro, una violencia más concreta, más inmediata, y también más humor”. Y es verdad. Con una trama mínima, la tensión existe, por los ambientes logrados, la música de Bernard Herrmann, estratagemas de planificación, todo el rato. El humor ya me costó un poco más localizarlo. Y humor explosivo casi estilo “Tirez sur le pianiste” solo lo detecté en lo que parecía una oficinista del colegio diría que encarnada por un travestido.



No he encontrado el fotograma preciso y como éste (que es, creo, de su primera cita) se parece, lo cuelgo en su sustitución. El que buscaba era el plano, muy hermoso, de despedida entre Montag y Clarisse, cuando se dicen que para que mentirse, que es casi imposible que se reencuentren. Como en casi toda la película, se mantienen, muy separados, sin ni la más mínima caricia, como uno podía esperar que un personaje de Truffaut como Montag acabara haciendo en la escena a su pareja.


 

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