Tras la proyección, debajo del cartel del ciclo conmemorativo, Imma Merino con Carmen Castillo, en escala para ir a Chile à enseñar una película que hoy parece hacerse de nuevo necesaria.
Carmen Castillo ante la casa de Cruz de Santa Fé.
1973-2023. 50 años ya del golpe de Pinochet. Para conmemorar -que no celebrar- esos hechos, la Filmoteca ha organizado un ciclo, que ha bautizado poética y muy apropiadamente como “Se abrirán las largas alamedas”. Luego veremos que con la misma idea que recoge el cierre de esta crónica.
El ciclo se abría ayer lunes, el día de la semana en que no hay sesiones en la Filmoteca, con una especial y extraordinaria en una sala Laya sin un solo asiento libre, patronazgo de una larga serie de instituciones públicas y privadas, y proyección de “La flaca Alejandra” (Carmen Castillo y Guy Gerard, 1994). La apertura en día de descanso entiendo que fue por la oportunidad, casada al vuelo, de poder contar con la intervención de su directora en la presentación y conversación posterior con Imma Merino.
¿Qué llevó a Carmen Castillo a hablar en 1992 ante la cámara precisamente con Marcia Merino, antigua dirigente del MIR, sí, pero si ella había sido la delatora principal de tantos de sus antiguos compañeros? Esta pregunta se la hizo la directora -viuda del fundador del MIR y ella misma militante- en la presentación y después de la proyección, porque quería dejar clara su respuesta. Pero ya llegaremos a ello…
El título del film se descubre más largo. Después de ese “La flaca Alejandra” (Marcia Merino había sido, cuando le pusieron el mote, extremadamente delgada) sigue un “Vidas y muertes de una mujer chilena”, y ese subtítulo marca una de las tesis de fondo de la película. Como dejó claro luego también Carmen Castillo, los que, llegados al momento de ser torturados, acabaron cediendo y delatando para sobrevivir, vivieron otra cosa que la vida, quizás una muerte en vida.
Pero vayamos al documental. Primero, nos pone en antecedentes: por la pantalla se suceden una larguísima serie de fotos de desaparecidos que la narradora -la misma Carmen Castillo, en off- señala como amigos o conocidos suyos.
Sigue otro escalofrío, éste en vivo. Llega a su antigua casa, en La Cruz de Santa Fe, en la que no puede entrar, toca sus muros (ver fotograma, no muy nítido) y explica. Allí les fueron a buscar los de la Dina, ella embarazada de su compañero, Miguel Enríquez, quien entabló combate con los que le acabaron matando. A ella le dejaron, “condescendientes”, salir del país. Regresa diecisiete años después para este rodaje.
A partir de entonces vemos en el film cómo Carmen acompaña a Marcia Merino, quien, tras salir en libertad, ha dicho que quiere declarar sobre su experiencia y permanece oculta por quienes temen que la maten, como testigo más que molesto. Ella explicará -y ese era el objetivo tan buscado por Carmen Castillo-cómo funcionaba todo, desvela con su testimonio cosas sobre la máquina de matar, desde dentro. Esa información - protegida siempre en unos archivos de las Fuerzas Armadas que aún no se han abierto hoy en día- que tan necesaria es.
El documental tiene el acierto de recabar de Marcia Merino cómo efectuaba el reconocimiento de sus antiguos camaradas desde un coche que recorre los sitios por los que le llevaban los de la DINA con ese objetivo. Escena sobrecogedora esa, casi tanto como otra en la que ambas entran en un chalet vacío. Era uno de los centros de detención y tortura que emplearon los de la DINA. Como señaló luego Imma Merino, los espectadores no ven las desnudas paredes, las vacías y sorprendentemente pequeñas estancias, sino a los prisioneros (unos prisioneros que no constan como tales en ningún registro) desnudados, recibiendo descargas eléctricas o esperando temerosos si les llaman, pendientes de qué táctica van a seguir para intentar sobrevivir.
La táctica empleada por Gladys Marín, comunicada en el film por ella misma, fue desmitificar al torturador, apartar esa imagen falsa que lo hace a su víctima más alto, más guapo y fuerte de lo que realmente es.
Ha estado bien Imma Merino, al acabar, mencionando que la película no aporta sólo memoria de tanto sufrimiento (esos archivos que hay que ir formando, que dice Castillo), sino también de un proceso que quería cambiar radicalmente el futuro, y fue truncado.
Ha gustado eso a Carmen Castillo, que ha estado completamente de acuerdo que ese es también el objetivo y así lo ve en este 50 aniversario de la muerte de Allende, con el que trabajó en el Palacio de la Moneda, cuando toda una generación de nuevos políticos se presentan a las elecciones en Chile declarándose abiertamente pinochetistas.
Después de hablar con la mano en el corazón, agradecida, de su tío, Jaime Castillo, jurista y político de la Democracia Cristiana chilena, siempre preocupado por los derechos humanos, que fue defensor de muchos miembros del MIR en las causas abiertas contra ellos y a quien está dedicada la película, del propio Allende (quien formó su guardia personal con miembros del MIR, grupo armado, pero que apoyó las elecciones y votar por él), acabó comunicando el gran privilegio de haber vivido los estimulantes -pese a todos los problemas- mil días del gobierno de Allende.
Y es que (lo ha dicho en su speech final la Consellera de Justicia) lo que estaba en juego era la vía socialista al socialismo. Y, con ella, -enlazo yo ya con el principio- esas grandes alamedas que -dijo Allende en su último discurso, poco antes de morir- algún día volverían a abrirse.
La flaca Alejandra por cuando recibió el mote.
Y ya en 1992, cuando se debatía la ley de olvido total, acompaña en un coche a Carmen Castillo explicándole, casi reproduciendo, como hacían sus rondas de reconocimiento de militantes del MIR con la DINA.
Uno de los momentos fuertes del film. Carmen Castillo dice llevar a una antigua militante del MIR más joven, para que le haga a Marcia Merino las preguntas que ella no se atreve a hacer. Y es cuando esa dice que no sabe qué están haciendo hablando de eso qué pasó hace tantos años, y Marcia Merino estalla.
En su presentación de la sesión Esteve Riambau recordó septiembre de 1973 y ese negro que cubría toda la cubierta del número de Triunfo, salvo unas grandes letras que ponían “CHILE”. Yo compraba entonces cada semana la revista y recuerdo el momento de hacerme con ella en el kiosco.
Carmen Castillo.
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