domingo, 18 de junio de 2017

The last command

El general zarista con su revolucionaria, prisionera... de amor.
¿Alguien puede llegar a imaginar qué habría sido del cine sin Emil Jannings? Ni “El último” (Murnau, 1924) ni “El ángel azul” (Von Sternberg, 1930) habrían resultado lo mismo. Ni tampoco “The last command” (Josef von Sternberg, 1928), en la que interpreta a un personaje que tiene mucho de los de las dos anteriores.
Una de las ventanillas del guardarropía para los extras que recorre ese magnífico travelling inicial.
“The last command” se puede ver en Filmin, pero esa opción quedaba (en comparación con verla hoy en la Filmoteca, en pantalla grande y con música interpretada en directo por el maestro Baldomà), ampliamente derrotada, y dejando aún margen para irrazonablemente abandonar el microclima casero conseguido a fuerza de aire acondicionado y supongo que paliza económica posterior.
Los extras, poniéndose maquillaje y vestuario. Jennings con un tic que le hace mover continuamente la cabeza, "por un shock" que tuve.
Pensaba estar yendo a ver una película sobre un general zarista durante la época de la revolución, y al ver que la película se iniciaba entre cámaras de cine, en Hollywood, me ha recorrido una cierta excitación. Y no es para menos: La estructura de la película es magnífica. El episodio de la Rusia zarista y revolucionaria está en un flash-back que se inicia desde el espejo de la cajita de maquillaje en donde se contempla el viejo extra llamado a los estudios para representar el papel de general, primo del Zar. Justo lo que veremos en el flash-back que fue su real papel en la vida.
Cuatro escenas significativas de la película. En la de la izquierda abajo, el espejo de la caja de maquillaje en el que se inicia el largo flash-back.
Hay dos espléndidas escenas iniciales: en una de ellas vemos como un director ruso llegado a Hollywood escoge entre las fotos que le ofrecen sus ayudantes (tan serviciales, encendiéndole los cigarrillos, como veremos que serán en el flash-back los oficiales rusos con su general) para encarnar a sus personajes, y da con una fotografía de un anciando, de rostro duro, de la que se queda prendado, mirándola fijamente. En otra, un largo trávelling va dejando ver cómo se asoma a las sucesivas ventanillas de los estudios el viejo extra y otros muchos más llegados a la convocatoria. En cada ventanilla le van dando una pieza más de su disfraz.
Con escenas dignas de un Lubitsch.
Hay más movimientos de cámara y escenas de gran interés. Sobre todo las desarrolladas en el nuevo cuartel general de las tropas, un palacio, con ciertos elementos (el banquete de Estado Mayor y la aparición en ese ambiente de la intrusa, por ejemplo) que recuerdan a los mejores Lubitsch.
Los asistentes del director de cine se disponen, raudos, serviciales, a encenderle el cigarrillo,
Es verdad que ciertos decorados de cartón piedra y movimientos de masas revolucionarias (entre las que se da de lo lindo a la botella) dejan que desear, y desmerecen un poco del conjunto, pero aún así son precisamente esos movimientos de masas los que sirven para ofrecer una imagen de la revolucionaria, enarbolando un estandarte, directamente sacado de los hermosos carteles soviéticos, que vale mucho la pena.
En una escena parecida, los oficiales también acercan su encendedor al cigarrillo del general.
La revolucionaria, a punto de dar la imagen del famoso cartel propagandístico soviético.

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