Requerido por su ascensión a los cielos promovida en estas mismas páginas por Miguel Martín, he acudido hoy raudo a ver “Un toque de violencia” (“A touch of sin”, Jia Zhang Ke, 2013), y la verdad es que inicialmente me he preguntado las razones por las que me enviaba a ver una especie de spaghetti western, que luego seguía con una fácil fábula sobre la corrupción política, si bien punteada con escenas ya clásicas de Zhang Ke (un enorme viaducto en construcción, un dique de embarque con publicidad en medio de las aguas de una garganta inundada, unos altísimos edificios de pisos, amenazantes, entre brumas). Pero poco a poco estas historias levemente entrelazadas entre sí van drenando, convenciendo, llegando a hacerte salir apesadumbrado del cine, porque explican, de forma aproximada pero convincente, nada menos que de dónde venimos y a dónde vamos.
Venimos, se deduce, de un país embrutecido por la miseria, y vamos, a pasos acelerados, a otro igualmente embrutecido, pero por la corrupción, el juego, la televisión, el consumo.
En las escenas del interior profundo de la China el realizador pinta con brocha gorda unas caricaturas de cargos del partido y nuevos ricos, todos ellos actores de unas privatizaciones sin escrúpulos. El protagonista, que va a desatar algo más que el “toque” de violencia que promete el título (un título, a mi entender, que banaliza el film, mientras que el “sin” –pecado- utilizado originalmente resultaba más sugerente), después de cruzar delante de una imagen de la virgen que desvela el busto de Mao, da paso después a otro personaje que se ha acostumbrado a vivir en esa ley de la jungla, en la que el más fuerte impone su ley.
Vienen luego las historias que se centran en zonas en las que la moderna China ya ha irrumpido con fuerza. Primero la de un adulterio que no prospera, colocando a los adúlteros en sitios inhóspitos, y acabando también, después de la recolocación de ella en su sitio de partida, en otro baño de sangre. Luego, para cerrar ya el film, seguimos las peripecias de un joven yendo de trabajo en trabajo, todos ya correspondientes a un mundo de lo más actual. Durante un tiempo, el chico recae en el edificio de la foto, el de esas galerías llenas de ropa tendida que bordean los cubículos donde duerme la clase trabajadora de las modernas industrias. El bloque, para mayor sarcasmo, se llama “Oasis de prosperidad”.
Las cuatro historias vienen protagonizadas por cuatro personas, una en cada una de ellas, que no resisten el trance, un trance que no parece, por otra parte, ofrecer salidas más airosas que las que ellos emprenden. No en vano en su deambular se cruzan con pandillas de inmigrantes muertos de hambre o de reses que, significativamente, llevan al sacrificio. Pero sus historias son extrapolables y podrían derivar por otras muchas igualmente penosas, también sin escapatoria. Las atractivas, joviales y dinámicas guardias rojas que aparecen no son -¡ay!- sino prostitutas en su número de exhibición para que los clientes escojan.
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