Hay en “Primavera tardía” (“Banshun”, 1949, ayer en el ciclo de la Filmoteca) la más larga y detallada escena de tránsito a la ciudad de unos personajes a la ciudad que recuerdo de toda la filmografía de Yasujiro Ozu. Se ve la estación de partida, la evolución de un convoy en marcha captada desde una cámara colgada de un lado suyo, el interior de uno de los vagones del tren repleto de pasajeros, de pie entre ellos a Noriko y a su padre, ellos dos alternándose un asiento, hasta finalmente poder los dos sentarse cuando se acercan a su destino y, por fin, las fachadas de los edificios a los que se dirigen. Me he puesto a pensar, tras verla, que después de rodarla, Ozu ya juzgó innecesario reproducirla en sus películas posteriores, en las que solo coloca para dar a entender ese desplazamiento algún plano fijo parcial, indicativo. A partir de esta idea cobra peso considerar toda la obra de Ozu como una única, enorme, película, y sentido su coherencia global, tanto temática como formalmente.
Marta Peris habla en buena parte del capítulo dedicado a “Banshun” de su libro “La casa de Ozu” (Shangrila, 2018) del jardín japonés de un templo cercano a Kioto que visitan los personajes de la película y de la significación para el conjunto de la escena en que aparece. Es, ciertamente, “Primavera tardía” una película de la que siempre se recordarán poderosamente unas cuantas de sus escenas. En mi caso y supongo que en el de casi todos los espectadores, al margen de ésta del placido jardín de piedras con unas sólidas rocas en una zona intermedia, las escenas que siempre recuerdo son dos:
Una primera de las de eterno recuerdo ha de entrar por derecho propio en cualquier antología sobre cine y bicicletas. Noriko, radiante, parte de excursión un hermoso día soleado en bicicleta con el ayudante de su padre, Hattori. Después de la feliz pedalada, tras un corte vemos aparcadas sobre sus caballetes ambas bicicletas en una duna junto al mar, las huellas de sus ruedas marcadas sobre la arena. En el siguiente plano vemos a la pareja de pie, contemplando el mar, en el espacio del cuadro que dejan libre las ruedas de las dos bicicletas aparcadas. Los dos se sientan allí mismo y conversan, el horizonte (en todos los sentidos) delante suyo.
La siguiente escena a recordar inevitablemente casi cierra la película, y marca para siempre en la memoria el estado de desamparo del personaje interpretado por Chishu Ryu al llegar a su casa y verse solo, sin la hasta entonces habitual presencia de su hija Noriko. Cosa inusual en Ozu, ese sentimiento lo trasmite mediante un primerísimo plano. En él, únicamente una manzana que el repentinamente anciano Ryu va mondando con un cuchillo, de la que va cayendo poco a poco su piel, hasta desprenderse.
Sí a eso se suma todo lo habitual, repetido con pequeñas variaciones, de sus otros films, puedes salir de la sala del cine con la hermosa sensación de haber quedado colmado por lo visto.
Hasta los preocupantes resultados electorales adquieren una relevancia relativa.
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