Katinka Faragó señaló ayer noche, en su presentación de "Sonatas de Otoño" (Ingmar Bergman, 1979), que dos historias subterráneas cruzaban la película en la que hizo de jefa de producción. Por un lado, que Bergman estaba casado en aquel entones con una concertista de piano cuyos fuertes dolores de espalda la hacían frecuentemente tumbarse en el suelo como única forma de alivio. Por otro lado, el hecho de que Ingrid Bergman hubiera abandonado a su propia hija en Estados Unidos para ir a trabajar a Italia de actriz con Roberto Rossellini, no viéndola en siete años.
Nunca había visto esta película en las condiciones adecuadas. Siempre abandonaba su visión en espera de un futuro momento en que tanto las condiciones de proyección, recepción y anímicas propias permitieran valorarla en su justo punto. Esa ocasión fue anoche, proyectada en la pantalla grande de la Filmoteca barcelonesa, recibiéndola por las filas delanteras de la sala, y no dejé escapar la oportunidad.
Duelo brutal de esos dos personajes, madre e hija en la función, interpretados por esos dos monstruos actrices que son Ingrid Bergman (según recordó Esteve Riambau tras la reciente relectura de "Linterna Mágica", las memorias del realizador, había deslizado un sobre en un bolsillo de Ingmar Bergman cuando coincidió con él en el Festival de Venecia, para indicarle en la carta que contenía sus ganas de hacer una película a sus órdenes) y Liv Ullmann. La primera dando todo de sí para representar a esa madre tan egoísta que era capaz de abandonar, sólo pensando en su carrera, a su hija. La segunda a esa desvalida hija que, envalentonada por el vino ingerido una noche de insomnio, le suelta a la cara todo ese camino de vejación que ha sufrido por su culpa. Con esos altibajos emocionales, que van de las muestras de cariño a las más crueles diatribas vertidas a cara descubierta, directamente a la cara (¡esas caras!) de la oponente en escenas tan descarnadas, tan propias de esa última etapa del director.
Para más abundamiento, huyendo de toda posible sutilidad, ahí está la aparición de esa hermana víctima de una enfermedad degenerativa, mostrada directamente intentando una y otra vez, nerviosa, arrancar, atrabancándose, una frase inteligible, o hasta revolcándose por el suelo. Únicamente al gigante Ingmar Bergman podría permitirle algo así.
Todo el film presenta una estructura circular, con un arranque filmado de forma idéntica al desenlace. El personaje de Liv Ullmann se muestra en el fondo, perfectamente encuadrado, escribiendo en una mesa entre dos ventanas, mientras que su marido, el observador vicario, se dirige a nosotros para integrarnos en la historia, acabando en la primera de las escenas comunicándonos que le gustaría hacerle ver algún día que la ama intensamente. A ella, un ser que ha resultado, por todo lo que se explica a continuación, negado para el amor.
Ésta escena inicial, seguida de otra con la llegada de la madre en su Mercedes a la apartada casa de la pareja, ubicada en un paisaje idílico, o la final, con el personaje de Liv Ullmann, con sus gafas de lentes redondas, leyendo directamente a la cámara, a nosotros los espectadores, la carta que acaba de escribir y que da fin -sin solución reparadora- a la historia del film, transmite una sensación de modernidad de puesta en escena de la época increíble. Por entonces Carlos Saura también incluía escenas parecidas en sus películas, por no hablar de, por ejemplo, "Las dos inglesas y el amor", de Truffaut, con Muriel o su hermana leyendo las cartas enviadas en primer plano, la mirada a la cámara.
Por suerte, tras este descarnamiento tan intenso arrojado sin contemplaciones (en una función a agradecer en lo que vale), la retrospectiva Bergman retrocederá hasta sus películas iniciales, que ya tenían elementos de toda su obra posterior, pero pueden contemplarse, me parece, sin esa carga tan brutal. Aproximaciones todas, eso sí, a la felicidad como espectador. A no perdérselas.
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