Mi rentrée a una Filmoteca con una programación de abril llena de propuestas muy atractivas que por una u otra causa no podía cubrir, se ha producido esta noche, no sin conflictos. Ver “Le pont du nord” (Rivette) era incompatible con ver “Las ruinas de un imperio” (“Oblomok imperii”, Fridrikh Ermler, 1929). Al final, como ya había visto el Rivette, le he puesto cuernos a Bulle Ogier –y mal que me sabe- para acudir a la cita con –aunque el propio Ermer diga que no es ninguna de sus dos películas preferidas- una de esas magníficas cintas a que dio lugar la revolución rusa.
No me he arrepentido. Sesión de cine mudo, con no mucha gente. Una copia espléndida, y muy bien ambientado el film al piano por Josep Maria Baldomà. Una película singular, “obra de una calidad excepcional”, según Georges Sadoul…
Unas duras escenas abren el metraje: Los soldados del ejército rojo van sacando los cadáveres de un vagón de tren, que va a ser ocupado por caballos o por los supervivientes en su retirada (“¡Hemos perdido!”) y los amontonan en un helado terreno junto a las vías.
Ayuda a la mujer responsable de ese puesto de control ferroviario un hombre ido, quien descubre entre los cadáveres un joven vivo. Carga con él y lo coloca en un interior (Elmer filma fuera, para que constatemos el cambio de espacio, una bandera ondeando al viento, mientras en el espacio interior la ropa tendida no se mueve ni un ápice). Le ha salvado la vida. El chico se convierte en un cachorro más alimentado por una perra que acaba de parir una numerosa prole, cuando un despiadado ruso blanco acude y actúa cínicamente…
Pero no es ese chico milagrosamente salvado el protagonista de la película, sino ese personaje que ha perdido la memoria, y no sabe ni quien es. Pasa el tiempo y reconoce el rostro de una mujer asomada a la ventanilla de un nuevo tren. No sólo la reconoce como su mujer, sino que recibe una enorme sacudida anímica. Sabe por fin quién es él mismo y se dirige entonces a la ciudad, en busca de ella, de su trabajo,...
Su reencuentro con una ciudad que no es ya la que dejó, Petrogrado, sino Leningrado, es espectacular. En unas escenas que deberían hacer entrar esta película entre las imprescindibles en un ciclo sobre la ciudad en el cine, va viendo lo que la revolución ha hecho. Le admiran los enormes edificios construidos, la actividad que se aprecia por las calles, ver a una mujer ejerciendo de cobradora de tranvía, a otras luciendo sus piernas… Debe, eso sí, vencer un último escollo. Su mujer vive con un tipo que no es más que, como señala él mismo al cierre de la película (junto a la proclama enviada a los espectadores de que hay aún mucha cosa por hacer), “Fragmentos miserables del Imperio”.
Con un montaje maestro en mostrar el contraste psicológico entre primeros planos de los actores que se salen literalmente de la pantalla, es ésta una película para recordar, aunque vista con la perspectiva de hoy en día, viendo en lo que han derivado todos los países de la órbita de la revolución soviética, da también para amargas reflexiones.
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