No iba a escribir nada sobre mi aperitivo en el D’A Film Festival, “Készakàllú” (Gastón Solnicki, Argentina, 2016). No iba –pensé- a dar más pienso, añadir leña al fuego de un realizador que, yo diría que más bien pedantemente, ha esparcido por ahí una serie de naderías que han sido recogidas en todos los escritos que se pueden pescar por la red. De hecho, fui el que, llegado el minuto 70, y ya temiéndomelo, solté la carcajada ante la palabra FIN iluminando la pantalla negra, tras un momento que hace pensar, con verdadera intriga, hacia dónde se dirigirá la trama.
Pero esta mañana, dándole vueltas, he intentado dar forma a la cosa. Primero me he preocupado en hacerme recordar de qué iba el cuento de Barba Azul, pues Solnicki dice (y es una de las cosas que se repiten hasta la saciedad) que el film está basado en una ópera de Bartock a su vez surgida del cuento. Y he llegado a la conclusión de que quizás las piezas (no todas, pero sí las más significativas) casan si llegamos a la conclusión de que Barba Azul puede representar, en este caso, algo así como la banalidad de una sociedad acomodada, y que se ve cómo un personaje escapa de ella.
La película se inicia muy bien, con unos planos fijos que van sucediéndose en los que destaca lo calculados de sus encuadres, muy resultones estética y quizás funcionalmente. Dos o tres planos seguidos puede llegarse a la conclusión de que corresponden en general a la misma secuenca –por cuanto aparecen los mismos personajes, en un similar momento- mientras que, en ocasiones, la escena cambia por completo. Pero siempre esa perfección estética, con el club, la piscina y lo que lo entorna, como microcosmos. En ella, miedos, miradas, atracciones, tiempo que se deja pasar. Tras un plano en el que se ve a una serie de niñas en un espacio muy amplio pendientes de su móvil, aparece el título del film y luego otra escena que te confirma estar ante una obra de extraña perfección de la que tienes ya captada su idea. Vemos a una chica observando una enorme colección de escarabajos, exhibida en una gran sala. Crees entonces, pues, que has dado con la clave: Vamos a observar, a analizar, con la precisión de un entomólogo, todo ese microcosmos.
Pero las cosas cambian. Se acaba el verano, la curiosidad de la película –hasta entonces muy variada- parece entonces concentrarse más en un personaje femenino, de los más –con perdón- desfavorecidos visualmente, después de tanta perfección entre la que escoger. En uno de los escasos diálogos a esta chica se le dice que deberá ponerse a trabajar y ganar el dinero que necesita para vivir sola, y entonces emprendemos un viraje pronunciado. Por áreas de estudios por las que no parece que vaya a fructificar, por diferentes pequeñas fábricas. En este viraje, el sentido estético de los planos se ha ido perdiendo, y en algunos te llegas a preguntar si se ha buscado algo de fealdad imprecisa o si, simplemente, se ha perdido el pulso y la constancia, el trabajo, para dar con el encuadre preciso y resultón. Ella, aunque lo único que denote es insatisfacción, parece decidida –quizás yendo hacia el error- en seguir un camino, mientras en determinados momentos, la música de Bartock ofrece intensidad a un conjunto que, de otra manera, no la tendría.
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