Desde que vi "É na Terra, nao é a Lúa", el largo (185 min) y emocionante documental de Gonçalo Tocha (2011), quiero conocer la isla de Corvo, una de las más pequeñas y occidentales de las Azores. Leyendo ahora "Las islas desconocidas" (Raúl Brandao, Ediciones del Viento 2009, traducción de María Tecla Portela Carreiro) mi entusiasmo recibe un golpe que me desprende por un momento de la belleza de la película a la que me había aupado para hacerme caer en la terrible impresión que se llevaba el viajero que, como Brandau y su mujer, llegaran en 1924 tras un largo viaje. La misma dureza y soledad, pero envueltas en suciedad y en una pobreza que obliga a fuertes trabajos de subsistencia. Así lo dejó escrito:
"Una única población de media docena de callejas fétidas, empedradas de cascajos, algunas con medio metro de ancho, en donde se fabrica el estiércol. La iglesia, en una placita, y, en seguida, detrás del pueblo, el monte severo erguido en bancales y caído hacia un lado. La misma llamarada ha devorado todo esto: los interiores, las paredes, los tejados. Viejas con pañuelo y, sobre el pañuelo, el chal oscuro, hombres con birreta, descalzos y vara en mano. De cuando en cuando, de un ventanuco, acecha la cabeza de una mujer o el hocico de una vaca. Las casas renegridas, en las que viven el hombre y el buey, apestan a leche y establo. Los chiquillos huelen a ganado. Alrededor de las casuchas, media docena de sembrados de centeno y trigo divididos por muros de piedra suelta. Y todo tan humilde, tan feo, tan solo, que me da miedo. Una roca y viento en la tremenda soledad del Atlántico."
"No hay mercado ni posada. Y no hay médico, no hay botica, no hay cárcel. Las puertas no tienen llave. No hay ricos ni hay pobres y, en este mundo aislado, da lo mismo ser rico que ser pobre: el hombre más rico de Corvo anda descalzo como los demás y cultiva la tierra con sus hijos. El cantero es cantero y labrador, el herrero es herrero y labrador, y se muere de hambre el que no fabrica las cercas con sus propias manos. Nadie se sujeta a servir, pero todos los vecinos se ayudan: cuando la campaña toca a rebate, el pueblo acude a destejar la casa, a construir el establo o a levantar el bancal."
Tras una primera impresión desoladora, que le deja destrozado, poco a poco va reflexionando y ganándole el ánimo:
"En la isla de Corvo, cuando me siento a la mesa, todos a la misma hora se sientan para cenar, y por la noche no hay desgraciado sin cobijo. En realidad, no vi andrajos ni miseria. Nadie pide limosna. Si uno enferma los demás cultivan sus tierras. A los más pobres les acuden con quesos para el sustento del año y todos matan un cerdo. El mayor labrador recoge ciento ochenta al quieres de maíz, y cuarenta el más pequeño."
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